miércoles, 11 de julio de 2007

UN DIBUJANTE EN EL CIELO


El sol hace rato que anda vagabundeando alrededor de su cenit y los rayos, que suelta eternamente, caen como hilos de plomo sobre las cabezas de un grupo de niños que corretean por los vericuetos de un solar cercano al colegio de donde acaban de salir.
Eugenio Tinoco es un amigo de la infancia con el que acostumbraba a jugar en ese descampado de la calle de La Legíón esquina a Teniente Pacheco. Jugábamos, con otros muchos chicos, a un montón de juegos que hoy en día no los veo por ningún lado. No existían ninguno de los actuales juegos, electrónicos o mecánicos, con los que ahora juega mi hijo pequeño. Lo más que podíamos tener eran unas bolitas de cristal multicolor (a veces fabricábamos nuestras propias bolitas con el barro que recogíamos los días de lluvia y que “horneábamos” en aquellas candelas de hierro forjado alimentadas por carbón), fichas hechas con tapas de cerveza y coca-cola, aros de hierro que arrancábamos de los viejos barriles y que guiábamos con unos gruesos alambres doblados adecuadamente y que cogíamos, sin permiso, de un taller que se dedicaba a realizar los arcos de luces de las ferias de Ceuta (coloreaban las bombillas a mano introduciéndolas en botes de pintura).
Con Eugenio y otros muchos formábamos equipos de fútbol callejero, con pelotas de trapo, y jugábamos nuestros partidos en el callejón ciego que existía, ¿existe aún?, al final de la calle Teniente Pacheco. A medida que crecíamos, nuestros campos de fútbol fueron ampliándose y ocupábamos la plaza del Teniente Ruiz, la calle General Yagüe (con ventaja del equipo que tenía la portería arriba de la cuesta) y a veces la calle Fernández. En todas siempre teníamos quejas y reclamaciones de los vecinos… ¡qué recuerdos!
Pasaba muchas tardes en casa de Eugenio, donde la guapísima mamá me daba trozos de pan untados con aceite y, de vez en cuando, media libra de chocolate que me llenaba de gozo. Sin embargo, lo que más me atraía de la familia Tinoco -compuesta por el padre Claudio, la madre cuyo nombre no recuerdo, y dos hermanos más: Goyo, el mayor, y Pepito, el pequeño, creo que se llamaban- era la labor que el padre Claudio Tinoco realizaba en un cuartito de la casa sobre un tablero de dibujo. Estaba, cada día, dibujando historietas de tebeo y se pasaba horas y horas dibujando un personaje que fue famosísimo en aquellos tiempos.
Claudio Tinoco Caraballo, nació en Ceuta un 20 de agosto de 1920. Vivía en los bajos de un edificio de la calle del Teniente Pacheco, esquina a La Legión, frente por frente a aquel bar-tienda del inolvidable Leoncio. En los años cuarenta comienza a trabajar en serio en el mundillo del tebeo con la Selección Aventurera y Mc Kay de la Policía Montada del Canadá. Posteriormente colabora con Hispano-Americana de Ediciones, y al mismo tiempo con la revista Juventud Audaz de Editorial Valenciana hasta que el 1959 pasa a la nómina de Editorial Bruguera y empieza a dibujar su personaje mas emblemático: "El Capitán Trueno". Se empezaría a publicar en 1960 en la colección El Capitán Trueno Extra, y a partir del Pulgarcito nº 1531 desde el 5 de septiembre de 1960, a razon de una doble página central en la revista de carácter semanal. Sin embargo, la fama se la llevó Ambrós, el dibujante jefe de la Editorial
En 1965, sale editada su última colección para el mercado español, y quizá la que mas vive en el recuerdo de los que la conocieron. "El pequeño Sioux" por Iberomundial de Ediciones. Desde este momento entra en "Ediciones Aventuras y Viajes en París" para quienes trabajaría hasta 1980.
Claudio Tinoco fallece el 6 de abril de 1993., a los 72 años, en el más completo anonimato y sin tener reconocimiento público debido a la obra obtenida merced a su prodigiosa mano de dibujante.
Puedo escribir, y lo redacto, que de Claudio Tinoco aprendí a manejar el lápiz con cierta soltura, no quiero decir que haya sido, realmente, mi maestro en el arte del dibujo pero sí puedo afirmar que las horas en que me permitía observarlo –con la única condición de no molestarlo lo más mínimo- fui asimilando su manera de manejar el lapicero y quizás me hubiera convertido en un dibujante de cómics si no fuera porque emigró de Ceuta en aquellos años difíciles. Sin embargo, aquella observación mía de su manera de trabajar los dibujos quedó tan arraigada que, posteriormente, me sirvió para mi actual profesión. ¡Y mucho!
Sirva éste humilde artículo como sencillo homenaje al recuerdo de un ceutí que dejó nuestra tierra movido por las circunstancias económicas de entonces y que merece algo mucho mejor por parte de quienes deberían rendirle un homenaje póstumo como reconocimiento a su labor (ya sea por las autoridades ceutíes como la gente interesada de verdad por la cultura en general). Una labor plagada de abundantes deseos de mantener alegre e interesada a un amplísimo sector de la población española de aquellos tiempos a través de sus dibujos y las ejemplares historietas que contaba.
De la familia de Claudio Tinoco Caraballo nunca más supe y de verdad que lo siento, por cuanto quisiera saludarles para demostrarles mi afecto a tan singular dibujante que ahora está en los cielos, al que, en cierta medida, le estoy agradecido por haberme permitido aprender.

domingo, 1 de julio de 2007

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (8)


Rafael es un niño como de unos 8 o 10 años, de etnia gitana de piel del color de la miel y unos ojos muy vivos y depredadores de un negro impenetrable lo que dificulta distinguir el iris. Siempre está sentado en el bordillo que rodea al quiosco de prensa de la plaza de Azcárate a una hora muy temprana en la que todos los niños de su edad siguen aferrados a las sábanas.
De Rafael, al que todos apodan “El gitanillo”, nadie sabe dónde vive ni a qué familia pertenece. Siempre se le encuentra merodeando por los alrededores de la plaza de Azcárate y por el muelle de España y nadie se ha preocupado por él, ni nadie sabe ni quiere saber si está inscrito en algún colegio y se pasa la vida haciendo “bolillos”.
Comer sí que come, Rafael “El gitanillo” come todos los días, a veces mejor que nadie, aunque no se le nota porque se mantiene tan flacucho como desde el primer día que fue avistado en la plaza. Le llaman “El gitanillo” y ello no le hace enfadar, como si supiera desde el principio que era de una etnia aparte. A Rafael “El gitanillo” le da el desayuno el señor Ramón, el del bar “El Nieto”, que siempre le ofrece un gran vaso de leche y un trozo de molleta del día anterior con un pedazo de morcilla, a veces, un trocito de queso o un pedazo de “volaó” que el chiquillo traga con fruición mostrando esa impagable felicidad plasmada en su cara. Otras veces es una señora, de la que ignora el nombre, que acostumbra a darle una magdalena que siempre dice hacerla ella. En escasas ocasiones la propietaria de la frutería del mercado de abastos, del segundo nivel de la plaza de Azcárate, le ofrece una fruta que siempre, no se sabe porqué, resulta ser la más apetecible del mercado.
Satisfecha su hambre mañanera, Rafael “El gitanillo” se encarga siempre, casi siempre, de cuidar las remesas de prensa y revistas que Rafa, el repartidor, deposita en el suelo, muy cerca de la puerta de entrada al quiosco. Rafael “El gitanillo” está muy agradecido al “señó” Cristóbal, como acostumbra a llamar al quiosquero, porque cada día que abre el quiosco le ofrece una peseta. Rafael “El gitanillo” se muestra orgulloso de esa peseta a la que considera su salario, solo cuida los paquetes y luego ayuda al “señó” Cristóbal a desatarlos. Rafael “El gitanillo” no sólo considera al “señó” Cristóbal como su jefe si no también como su banquero. Rafael “El gitanillo” lleva un montón de pesetas ahorradas y guardadas en un viejo y limpio calcetín negro que se encontró volando por la calle Real, cerca del estanco que hay por Maestranza, en un día de mucho viento. Es listo el chiquillo, las pesetas están liadas en un pañuelo de señorita primorosamente bordado, que no se sabe como lo consiguió, y luego introducido en el calcetín cuya boca amarra con un cordel de esos con que se atan los paquetes de periódicos y revistas. Pese a su corta edad, ya tiene experiencia sobre robos que le afectaron, sobre todo los robos de que era objeto por parte de un jovenzuelo moro de vez en cuando. Ahora está mas tranquilo con el banco guardando su capital.
Rafael “El gitanillo” sólo tiene miedo de una persona: el guardia urbano. A pesar de que el guardia nunca se ha dirigido expresamente a él, ni siquiera cuando pasea por la plaza o el muelle, le tiene un miedo atroz y siempre procura esconderse a las miradas escrutadoras del urbano. No se sabe a ciencia cierta el porqué de esta postura, de ese miedo. Lo que sí se sabe es que cuando Rafael “El gitanillo” cumple su labor, de carácter voluntario en el quiosco, suele largarse al muelle de España donde permanece hasta bien entrado el mediodía en que regresa a la plaza de Azcárate y espera pacientemente a que algunas señoras, que suelen ser siempre las mismas, le den algo de comer. Algunas veces, a petición de la propia señora, ayuda a transportar la cesta de la compra –siempre son pequeños paquetes- hasta el domicilio de la misma que, invariablemente, le invita a comer. Entonces prueba los delicados manjares salidos del horno o de la cazuela de la caritativa señora. Pero a veces se encuentra con malos momentos: cuando regresa de improviso el marido, el hijo o la hija de la señora. Suelen protestar ante semejante intromisión y suelen quejarse de que lo que ganan con el sudor de la frente se lo traga un gitano, cosa que nunca es cierta porque cuando cocina la buena señora y todos los de su familia se han hartado, siempre queda algo de sobra. ¿Porqué no dárselo antes?
Rafael “El gitanillo” no es cleptómano ni se atreve a tocar las cosas que encuentra en las casas donde entra. Este talante honrado tiene a veces el premio de que recibe un juguete –usado, eso sí- que le regala la propietaria de la vivienda y que Rafadel “El gitanillo” suele guardarlo en una especie de capazo de tela para luego ofrecérselo a las familias gitanas residentes en los alrededores del Pasaje Heras.

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (7)


Una tela blanca repentinamente ondea al viento desde una de las ventanas del segundo piso del vetusto edifico de la calle Velarde, muy cerca de la esquina a la calle Espino y que está junto a un solar pleno de escombros; un pequeño gorrión sale de estampida desde la repisa existente bajo la ventana, a modo de adorno saliente de planta, asustado por el repentino movimiento de la tela.
Amador Tejedor Llamas acaba de abrir la ventana de su cuarto sin acordarse de que la ventana de la cocina está abierta, ha permanecido abierta toda la noche y el brutal golpe de la corriente a arrojado hacia el exterior parte de las blancas cortinas que cubren todo lo ancho de la pared, no las arrancó de cuajo por milagro pues la fuerte corriente hizo rechinar los tornillos que atan el pasador del cortinaje al muro. Un poco asustado mete las cortinas dentro y cierra la ventana al tiempo que por el rabillo del ojo ve salir disparado a un pequeño pájaro. Se maldice del olvido y camina hacia la cocina, cierra la ventana y vuelve al dormitorio donde abre de nuevo para que se airee la habitación. Ahora no siente la corriente pero sí un fresco soplo aéreo que aspira ávidamente y le hacer respirar profundamente.
Amador Tejedor Llamas es sastre, uno de esos sastres milimétricos que todo lo hace a mano con esa pericia que la plena dedicación y tiempo conlleva como experiencia. Sus trajes tienen fama de ser muy buenos y su pequeño taller, que está en el Pasaje de Echegaray, cerca de la calle Duarte, siempre está lleno de pedidos, patrones de medidas y rollos de telas de diversas texturas y colores. Su trabajo le da para vivir bien dentro de lo que cabe y más aún siendo soltero y sin compromiso.
Amador Tejedor Llamas es tan meticuloso con su aseo personal como lo es con su trabajo, se afeita diariamente con una navaja que perteneció a su abuelo y que sin embargo mantiene como nueva. Tiene una extraña manera de afilarla y la hoja mantiene un filo súper-cortante que le afeita hasta el pelillo más rebelde de su cara. Hasta aquí nada que alegar si no fuera porque en su cara tardan días en aparecer, siquiera, la punta de un pelillo. Esta manía de afeitarse todos los días sin falta y aunque no tenga barba ni bigote ya es cosa extraña, pero Amador Tejedor Llamas lo hace a conciencia, es así y nunca cambiará. Termina su aseo personal con un somero repaso a sus rubios cabellos que cubres toda la cabeza de forma ondulada, como las dunas de un pequeño desierto dándole una apariencia borbónica.
Amador Tejedor Llamas suele vestirse diariamente con el mismo traje, un traje impecablemente limpio y planchado, de color azul cielo, de ese color azul cielo que se ve en días de fuerte sol y atmósfera límpida. O sea azul azul, ni un poco claro que se acerque al celeste ni un poco oscuro que se acerque al ultramar. Utiliza la misma camisa blanca tres días seguidos, cambiándola por otra camisa blanca de idéntica textura y línea y que hace suponer a los que le conocen que nunca se la cambia dejándoles la incógnita del porqué nunca la encuentran sucia.
Amador Tejedor Llamas suele prepararse el mismo el desayuno diario: un vaso de leche en polvo y un trozo de pan untado de membrillo, un membrillo que viene en pequeños paquetes como cajas de cerillas y que su amigo Ortega, el fabricante de dulces de membrillos de la calle Simoa, le suministra semanalmente como pago de un traje que le realizó años atrás. Suministro que consiste en un paquete de siete cajetillas y que Amador Tejedor Llamas administra diariamente sin pasarse jamás en el condumio de una cajetilla diaria.
Una vez terminado el desayuno acostumbra a limpiar la casa comenzando por la cocina, comenzando por los cubiertos, y dejando la casa tan limpia y reluciente como el día anterior. Una manía mas que sumar a éste tipo, su casa siempre está limpia ya que casi siempre se pasa el tiempo en el taller de confección y por tanto no tiene tiempo de ensuciarla.
Amador Tejedor Llamas acaba de salir del edificio después de asegurarse que la puerta de acceso a su vivienda está perfectamente cerrada y tras vislumbrar la sombra del vecino del tercero primera por la escalera. Se ha dado cuenta de que el vecino ha dado un paso atrás, con el objetivo de que no fuera avistado por el sastre. Una sonrisa de conmiseración aflora en el rostro de Amador. Este vecino que tiene, Pedro Quisquilla Pardo, es un moroso de campeonato que aún le debe el traje que le hizo cuatro años atrás con motivo de la boda de uno de sus hermanos. Hasta ahora el vecino moroso le ha pagado solamente cinco pesetas, de las ciento cincuenta que le debe y que es lo que costó el traje. No tiene prisa en cobrar el resto merced a que su negocio le va dando buenos resultados, pero piensa que ya es pasarse de castaño oscuro abusando de su magnanidad.
Pedro Quisquilla Pardo es un tipo todo antitesis de su vecino, el sastre, casado con una mujer de fisonomía árabe pero que no es mora y que acostumbra a gastarse los cuartos que el marido lleva a casa en potingues y cremas para cuidar la piel. Pedro Quisquilla Pardo trabaja de porteador de agua que lleva en garrafas sujetas a una carretilla y que va vendiendo por las casas del Paseo del Recreo y que diariamente le reporta entre quince y veinte pesetas.
Pedro Quisquilla Pardo acaba de salir de su casa, después de “amarrarse” el mono azul con el que reparte agua, y al bajar las escaleras ha visto al odioso sastre que siempre le hace actuar como un delincuente escondido de la justicia. Está más que harto de esa situación pero comprende que se lo tiene ganado por no pagar lo que debería haber pagado según acordó con el vecino que acaba de bajar las escaleras.
Pedro Quisquilla Pardo va andando entre callejones y pasa por el Pasaje Ideal al Recinto Sur que resigue dirección a una casa de la calle del Molino, en cuyos bajos hay un pequeño almacén donde guarda su carretilla y las garrafas ahora vacías. Recorre tranquilamente y despacio la larga avenida que bordea el profundo precipicio sobre el mar, cruzándose con unas mujeres que acarrean cubos de un líquido del que Pedro Quisquilla Pardo no quiere saber nada y que arrojan sin más por el barranco, otras mujeres arrojan basura que sacan de unos cubos metálicos negruzcos y mugrientos, éste espectáculo diario le deprime un poco y por fin llega hasta su almacén y abre la cochambrosa y semi-destartalada puerta quitando el enorme candado de hierro ya enmohecido y se sienta en la única silla existente en el local, silla que está pidiendo a gritos una reparación que la salve de ser arrojada por el precipicio que da a la playa del Sarchal. Pedro Quisquilla Pardo espera pacientemente a que el camión-cuba le traiga el agua que deposita mediante una manguera de goma en cuatro barriles metálicos apoyados a medio metro del suelo en los correspondientes bancos de madera. Esos barriles, que utiliza Pedro Quisquilla Pardo, habían contenido antes petróleo que iba destinado a la refinería de San Amaro. Los obtuvo gratuitamente merced al favor de un conocido que trabaja en la factoría y que transportó uno a uno con su carretilla hasta el almacén. Los limpió cuidadosamente, bien bruñidos, les dio una capa de pintura antioxidante y encima dos capas de pintura especial contra humedad, esperó un tiempo antes de llenarlos de agua que comenzó a vender allá donde existía carencia del preciado e imprescindible líquido.
Tuvo suerte de que Antonio, el propietario de la tienda de ultramarinos que está un poco más abajo del cruce del Pasaje del Recreo con el Recinto Sur, a la derecha según se baja y justo al final de la cerrada curva, le adquiriera puntualmente cuatro garrafas de las seis que transporta cambiándolas por otras tantas vacías. Pronto pago desde el primer día en que comenzó el “negocio”. El resto del agua la vende a litros depositándola en envases que los vecinos portan y que pagan religiosamente como comprendiendo el esfuerzo que hace el aguador transportando tanto peso.
Normalmente, a las 10 de la mañana ya ha terminado el suministro y regresa al almacén donde deposita la carretilla y las garrafas.
Pedro Quisquilla Pardo suele dirigirse, cuando acaba el reparto del agua, a La Marina pasando siempre por la plaza Azcárate, donde compra un paquete de “Ideales” en el quiosco parejo al de la prensa y luego sus pasos se encaminan por Alfau hasta la empresa Baeza donde espera en la puerta de entrada a que venga don Jesús, el jefe, y preguntarle, después de darle los buenos días muy respetuosamente, si tiene algún trabajo para él. Invariablemente la respuesta de don Jesús es no. No se desanima Pedro Quisquilla Pardo ante esa cotidiana negativa y sonriendo le da las gracias y se dirige al bar del Pepón, un poco más allá de Baeza y se toma su vaso de vino tinto diario, única vez al día que lo toma, acompañado siempre de una suculenta tapa que varía cada día. Por veinticinco céntimos ya tiene el estómago caliente para toda la mañana. Cuando acaba su desayuno se larga a paso lento hacia el muelle de Alfau donde se sienta en un noray que encuentra libre de amarras y observa el ajetreo portuario. Alguna que otra vez se le acercan los marinos de las dos grandes lanchas guarda costas, que diariamente atracan en el muelle, y le dan palique sobre temas de la ciudad. De vez en cuando le piden favores, como que les eche las cartas al buzón de correos, que les compre tabaco o que les traiga alguna revista. Pedro Quisquilla Pardo asiente alegremente a sus peticiones, sabe que estarán unas horas en el muelle y luego partirán en cumplimiento de su deber. Suele acercarse al bar que está al final del muelle, cerca de la playa de San Amaro y adquirir todo lo que le encargan los marinos, a excepción de las revistas que suele adquirirlas en el único lugar donde las vende: el quiosco de la plaza Azcárate. Siempre regresa al punto de encuentro con los marinos y siempre entrega las vueltas con exactitud, recibiendo a cambio unas perras gordas de propina con lo que aumenta su peculio. Su colaboración ya es conocida por muchos de los marinos de barcos mercantes, sobre todo de los carboneros y pequeños petroleros cuyos tripulantes no tienen tiempo para ir a la ciudad al tener que quedarse en los buques por imperativo superior. Pedro Quisquilla Pardo ha pensado repetidas veces en montar un chiringuito, donde vender chucherías y tabaco a los marineros, pero sabe que eso es imposible porque la autoridad portuaria lo habría barrido enseguida además de que necesitaría invertir un buen capital del que no dispone.

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (6)


Hermenegildo de la Hoz Barrera es militar de carrera, tiene unos 26 años y ya es capitán del ejército, ahora está destinado al cuartel de Regulares nº 3 de Hadú donde se encuentra muy a gusto.
Hermenegildo de la Hoz Barrera está casado con Pilar Contini Vázquez, mujer ceutí de fuerte carácter heredado de su padre -un italiano que montó un negocio en la ciudad y se casó con una algecireña- y tiene dos hijos pequeños: Pablo y Lucía. Hermenegildo de la Hoz Barrera tiene un físico forjado en los largos entrenamientos y las agonizantes maniobras militares. No es alto, más bien de estatura mediana y siempre está sudando dentro de su uniforme en el que destaca una medalla prendida sobre el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta. A su mujer siempre le pide que calce zapatos planos, porque le sobresale unos centímetros cuando se pone los zapatos de tacón de aguja y no le agrada. Es muy conocido en la ciudad, tiene dos hermanas bastante populares una de las cuales regenta el estanco de la calle Real, cerca de la Maestranza.
Hermenegildo de la Hoz Barrera acostumbra a levantarse de la cama a las 6:00 de la mañana y recorre el huerto de la finca que tiene en usufructo y que pertenece al Ejército. La finca se encuentra más cerca del principio de la carretera del Serrallo casi en su confluencia con la actual calle Capitán Claudio Vázquez, poco más allá de la bifurcación que lleva a la barriada del Príncipe Ildefonso y dispone de un gran huerto con árboles frutales que cuida con esmero dos marroquíes vecinos de la finca. El capitán tiene un asistente, Bartolomé Jiménez Peña, que le sirve en todo momento y cumple a rajatabla todas las órdenes que reci-be.
Bartolomé Jiménez Peña, Bartolo a secas, es un chaval de 22 años que cumple el servicio militar en la población. El sorteo de reclutamiento que se hizo en su pueblo natal, Villanueva del Arzobispo, le había dado un enorme disgusto. Su cerebro no asimila un servicio militar junto a los moros y fuera de la península. En el pueblo le han contado casos horribles de las guerras de África y de lo que son capaces los moros. El susto no se le despegó al pobre Bartolo hasta que comprobó con sus propios ojos que las cosas y la situación no son para tanto. Menos mal que su tío, el alcalde de Villanueva del Arzobispo, había hablado con el jefe del cuartel al que estaba destinado Bartolo Jiménez Peña y como resultado había sido derivado como asistente de un capitán.
Pilar Contini Vázquez se ha despertado, como todos los días, a causa del movimiento de la cama y del ruido del somier metálico que soporta un colchón de virutas de algodón mil veces sacudido. Su marido acaba de levantarse de la única manera en que suele hacerlo: saltando de la cama. A pesar de los cinco años que llevan casados, aún no se ha acostumbrado a ese movimiento que si al principio le resultaba divertido ahora la exaspera bastante. Suele volver a dormirse inmediatamente después de que su marido sale del dormitorio. Aún no se ha acostumbrado a ese enorme caserón que a veces la trae por la calle de la Amargura cuando afuera sopla un poco de viento y arrastra un persistente polvillo de tierra y algunas hojas de los numerosos árboles que rodean la vivienda. El polvillo y pequeñas hojas o partes de otras hojas suelen colarse por las rendijas inferiores de las puertas hasta muy adentro de la casa. Las corrientes de aire circulan con demasiada frecuencia por toda la casa utilizando como coladeros las indicadas rendijas, los huecos de aireación y las chimeneas que utiliza, el aire, como salida de escape.
El caserón se encuentra ubicado en medio de un extenso campo distribuido en tres niveles perpendiculares a la carretera del Serrallo y totalmente rodeado por plantas de cañas, chumberas, árboles -chopos, higueras, alcornoques, olmos, perales, etc.- y, en mayor medida, arbustos. El primer nivel está ocupado por unas chozas de sendas familias moras y bastante descuidado salvo por algunos setos de plantas ornamentales y algunos arbolillos frutales tan humildes y tan poco frondosos que dan pena verlos. El segundo nivel, donde se asienta la casa, está a un metro sobre el primero. Desde el borde de éste nivel hasta la fachada hay un jardín muy bien diseñado y cuidadosamente plantado que ya estaba desde mucho antes de que pasaran a residir los actuales inquilinos. Encalados cantos redondos circunvalan algunos parterres, casi simétricos, expuestos a ambos lados; una pequeña fuentecilla adorna el parterre central sin mostrar lo que le da nombre: el chorrito de agua con el que toda fuente muestra su orgullo. En éstos parterres están plantadas rosas y jazmines sin capullos ni flores, no es época de florecimiento. Cierra el jardín, por los tres lados exteriores, una rústica valla de medio metro de altura formada por troncos de árboles. En el centro de ese terreno del segundo nivel está la casa, enorme caserón de construcción simple y tejado a dos aguas, con la puerta principal de acceso dando al jardín, varias ventanas la agujerean por los cuatro costados y por la parte trasera dispone de dos puertas más. Una de ellas da a la cocina y corresponde a la entrada trasera del conjunto; la otra puerta da al sector llamado cuarto húmedo, donde se encuentra la lavandería y la caldera. El tercer nivel corresponde al huerto propiamente dicho, está a una altura superior al metro y medio y se accede a él a través de dos pasos abiertos en los terraplenes laterales. Este desnivel da al patio posterior de la casa, patio que no es más que un estrecho pasaje pavimentado con hormigón y que suele estar inundado los días de fuerte lluvia dejando un depósito temporal de barro y sedimentos vegetales que acostumbran a retirar los moros residentes por los contornos a cambio de unas pesetillas.
Pilar Contini Vázquez piensa, mientras su marido va vistiéndose, en los problemas domésticos que va a tener que solventar a lo largo del día, especialmente ahora porque al día siguiente vendrá la hermana de su marido, su cuñada Juana, acompañada por su marido Ángel, también militar, a pasar unos días con ellos. Pilar Contini Vázquez piensa en que ten-drá que enumerar a vieja Maruja, la cocinera y ama de llaves, la lista de compras que habrá que hacer; la disposición de las habitaciones para el alojamiento de los visitantes –que no invitados- y ordenar a las dos chicas árabes, Leila y Fátima, que limpien con esmero toda la casona, aparte de recoger la ropa recién lavada y tendida la tarde anterior en el huerto. Mientras medita sobre los platos que ha de preparar, su cerebro se va adormeciendo de nuevo. Un beso en los labios la vuelve a despertar.
- Buenos días, amor, descansa un poco más, ¡hasta luego!
- Mmmm,.. ¿Qué?, ¡ah!, buenos días y cuídate…
Pilar Contini Vázquez vuelve a dormirse inmediatamente.

Juana de la Hoz Barrera acaba de levantarse de la cama y corre al cuarto de baño para aliviar su vejiga a punto de reventar. Lleva unos días con ese problema que no se atreve a decirlo a su marido, Ángel del Moral Corrientes, el último parto -tienen cinco hijos- le resultó difícil y siente un fuerte y extraño dolor en su vientre. Aunque es una mujer fuerte físicamente no lo es moralmente y no es franca consigo misma y ni siquiera va al médico para que la consulte. Había estado muy apegada a su madre, María de los Ángeles, y había pasado la mayor parte de su juventud en el estanco que regentaban en la calle Real, cerca de la Maestranza de Ingenieros, hasta que conoció a un guapo teniente de Artillería que solía comprar cajetillas de “Chesterfield” con asidua frecuencia y acabó casándose y cuando destinaron al marido a Madrid pasó un largo período de angustia hasta que la melancolía de la nostalgia remitió un poco. Un año después murió la madre sumiéndola en una profunda depresión de la que aún no se recupera a pesar de que el matrimonio marcha bien y los hijos acarrean trabajo como para olvidarse.
Juana de la Hoz Barrera suspira aliviada al descargar la orina y se mira en el espejo. La mujer que tiene enfrente es una perfecta desconocida. Unas oscuras curvas marcan las ojeras bajo unos ojos preciosos, de color del jade un poco velados por los últimos rescoldos del sueño pasado, que recorren lentamente la espléndida cabellera oscura, como una noche sin luna, ahora desgreñada. Detecta unas aisladas canas entre la maraña de negro pelo y un asomo de sonrisa le curva la comisura derecha de la boca. Se asea meticulosamente, como hace todos los días, y colocándose la ajada bata de estar por casa se dirige al balcón de la sala de estar.
Juana de la Hoz Barrera abre totalmente hacía fuera las puertas del balcón que da a la calle Claudio Coello y mira al cielo aún oscuro pero sin nubes. Reza mentalmente un padrenuestro y retorna al interior del piso, dirigiéndose a la cocina para preparar el desayuno de su extensa familia. Hoy hará un desayuno especial, el matrimonio se va de viaje a la ciudad natal de ella donde piensan pasar unos días en casa de su hermano Hermenegildo. Está más que harta de Madrid. La capital se trae muchos quebraderos de cabeza, más que nada por su dimensión, y la irrita frecuentemente. Los mercados están muy lejos, las tiendas de comestible no siempre tienen todo lo que necesita y además están bastante alejadas de su domicilio, los colegios de sus dos hijas pequeñas están tan lejos que tiene suerte de que sea su marido el que las lleve en el coche, un viejo Simca, de paso al cuartel general del ejército donde está destinado ahora. Sus tres hijos mayores son mas emancipados: el mayor trabaja en el Banco de España –influencia del padre- y los dos menores van a la Universidad. Lo único bueno que tiene Madrid es el agua y por ello el mejor pan que ha comido en su vida. Frecuentemente siente nostalgia de su ciudad natal, de su playa de San Amaro a la que acudía diariamente, de las fiestas del Casino Militar allá por la calle Camoens y en el cerca-no cine Apolo, casi al lado del Casino, en las butacas de la platea pasaba buenos ratos con sus amigas Pili Y Merche divirtiéndose con los gritos y pataleos de la gente asentada en el gallinero.
Manuel Aparicio Correa anda Revellín abajo con destino a su trabajo. Es un hombre enjuto, flaquísimo y alto con una apariencia de alguien salido de una de esas películas de terror, siempre en blanco y negro, que proyectan en el cine Apolo. Acaba de cruzarse con Eduardo Gómez Cebollero, el guardia urbano, que se dirige con paso rápido a la plaza de África, como siempre y del que sabe que suele tomarse un café en “El Campanero” antes de empezar su ronda. Precisamente es en “El Campanero” donde Manuel Aparicio Correa trabaja, tiene suerte de que su jefe, el señor Gerardo, le haya designado el turno de la mañana. Antes, al empezar su relación laboral con el señor Gerardo, trabajaba en el turno de tarde y acababa muy tarde por culpa de esos corrillos de gente que se sientan en las negras sillas de las viejas mesas de mármol con patas de hierro forjado y pintadas de negro, piden un café y se pasan horas y horas hablando. En días de fiestas locales tenía que acabar, bien entrada la madrugada, después de limpiar las mesas y el suelo de toda clase de porquerías, untadas en su mayoría con restos de chocolate, y trozos de churros tirados o caídos accidentalmente. El poco civismo de la mayoría de esos ceutíes –Manuel Aparicio Correa es gaditano- le saca de quicio, con un poco de cuidado podían dejar sus porquerías encima de la mesa, así no tenía que pasarse la madrugada barriendo desde la acera hasta el fondo del local. Menos mal que el compañero del piso superior lo pasaba peor: encerrado en un espacio totalmente contaminado por un cóctel de humos, olores y sonidos tenía peor situación que la suya. Entre servir bebidas –subiendo y bajando las escaleras- aguantar los pestilentes cigarrillos de los clientes, oir el retumbar de las bolas del billar al chocar entre ellas en sus carambolas, los golpes provinentes de los futbolines de madera y hierro, algún que otro grito con comenta-rios soeces…, habría acabado con la paciencia y la “psíque” del gaditano.
Manuel Aparicio Correa acaba de llegar a la puerta de “El Campanero” y se dirige al cuar-tucho donde acostumbran a dejar, los empleados del bar, su indumentaria “callejera” para embutirse el uniforme correspondiente -que normalmente era la misma indumentaria “callejera”- consistente en pantalón negro y camisa blanca además de un delantal de un color gris con rayas negras finísimas. Anteriormente habían llevado unos mangos negros en los antebrazos que le daban aspecto de jugadores profesionales de póker, pero la antiestética imagen que daban esos uniformes de los camareros, hicieron meditar a los responsables sobre la conveniencia de un cambio que no fuera tan melodramáticamente llamativo. Manuel Aparicio Correa sale de nuevo a la calle con la intención de limpiar las mesas colocadas en la acera del polvillo mañanero, mira hacia la plaza del Puente Almina que comienza a mostrar su habitual estampa con el movimiento de gente hacía y desde el viejo mercado de abastos, cuyo exclusivo olor le inunda las narices. Divisa, a través de los arbustos de los jardines de San Sebastián, el movimiento que un negro petrolero está haciendo para atracar en el muelle de Poniente, muy cerca del farillo de la semicircular punta que configura la bocana del puerto, cuya luz verde centellea intermitentemente. Manuel Aparicio Correa se aventa inmediatamente, con las manos ayudado por el trapo de limpiar las mesas, el negro y pestilente humo que un renqueante autobús va escupiendo por su retorcido tubo de escape después de quemar el gasoil en su traqueteante motor. Es el primer autobús de la mañana que sube hacia la plaza Azcárate, lo conduce el Pedro Matoso. Mientras ve alejarse al vehículo nota que Perico “El Gafotas” se sienta en la silla de una de las mesas y comienza a recontar los cupones de la lotería de la Cruz Roja que pondrá a la venta, poco después de tomarse su café con leche habitual, a la entrada del mercado de abastos.

lunes, 28 de mayo de 2007

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (5)


Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.

Manuel Escudero Ramírez está durmiendo profundamente a un lado del tálamo, el lado derecho, mientras su mujer Florencia León Zamora se levanta y calza las pantuflas rosas que un día le regaló su marido. Florencia León Zamora piensa en el montón de calzado que le viene regalando el hombre que yace a su lado. Nunca ha recibido otra clase de regalos a excepción de aquella vez, allá por la Navidad del 45, en que le regaló un frasco de “La Maja”, aquella milagrosa vez Florencia León Zamora se perfumó a conciencia.
Florencia León Zamora, mujer de unos 36 años, de recia estampa andaluza, frondosa cabellera negra recogida en un sempiterno moño acaba de vestirse con una verde bata, limpia y remendada por mil sitios -tal vez por mimetismo con la profesión de su marido-, se mete en el pequeño cubilete que trata de aparentar ser un cuarto de baño aunque sólo dispone de un pequeño y estropeado lavabo de cerámica y el correspondiente inodoro. Junto al inodoro se encuentra el cubo de metal con el que acostumbra a acarrear agua del grifo de la pequeña, destartalada, aunque luminosa y limpia cocina. Florencia León Zamora está hasta la coronilla de hacer servir el cubo como cisterna del inodoro y como proveedor de agua para asearse ella y su familia. Ha pedido, miles de veces, a su marido que colocara un aljibe de agua, conectado a la cañería de suministro, en algún rincón del cuartito de aseo con su correspondiente grifito.
Manuel Escudero Ramírez, hombre de unos 40 años, espeso casco de cabellos grises, propietario de un bigote ancho y largo que le tapa el labio superior por completo y que a veces hace que le odie su mujer. Tiene un pequeño taller de reparación de calzado en los bajos de su vivienda, del que malvive con su mujer y dos hijas, acaba de despertarse interrumpiendo su cálido sueño en el que unas curvas femeninas se pierden en lontananza. A Manuel Escudero Ramírez lo ha despertado el grito de su hija pequeña, que duerme junto a su hermana en la pequeña habitación de al lado, y se levanta con toda la velocidad que su aún adormecido cere-bro puede imprimir a su cuerpo. No se preocupa de que va en calzoncillos, esos calzoncillos parecidos a los pantalones de los futbolistas de la época, calzoncillos con la portañuela abierta que muestra sus partes siempre ocultas al no tener botones ni otros medios para mantenerla cerrada. No resulta un problema para él pero sí un engorro al no haber acudido a orinar y tener la “pipa” más enhiesta que el mástil de la bandera del foso. Manuel Escudero Ramírez entra en el cuarto de sus hijas y ve a su pequeña Lourditas de pie, descalza, en el duro y frío suelo y agarrándose la cabeza con ambas manos. La niña le acaba de ver entrar y sus pizpiretos ojillos azules, mojados por las lágrimas que siguen saliendo a raudales, se agrandan como platos al divisar el rosáceo cañón que la apunta justamente a su frente. El llanto y el dolor desaparecen como por ensalmo. Manuel Escu-dero Ramírez se da cuenta, al notar la dirección de los ojos de su hijita, del espectáculo tan poco gratificante que está dando en calzoncillos y se da la vuelta para regresar a su cuarto tropezando en ese mismo instante, justo en la jamba de la puerta, con su mujer que viene corriendo, alarmada también por los gritos y lloros, des-de el pequeño cuarto de aseo.
Florencia León Zamora mira sorprendida a su marido y luego a su pequeña hija sentada en el suelo y con una espantosa expresión en su linda carita: un chichón como un huevo le sale de la frente, justo al comien-zo del arranque frontal de la rubia y rizada cabellera, unos ojos agrandados y de mirada fija en el trasero de su padre. Su hija mayor, Carmencita, está sentada en la cama baja de la litera y también mira sorprendida y no repuesta por la aparición de su padre de tan extraña y curiosa manera.
- ¿Qué ha pasado?¿Qué has hecho, Manolo?
- Mmmm…
El pobre Manuel Escudero Ramírez ni tiene tiempo ni puede responderle. La, para él, hecatombe de mostrar sus partes pudibundas a sus hijas y la imperiosa necesidad de orinar que su ahora desmadrado cere-bro le está mandando al miembro vil le corta cualquier intento de respuesta sensata y le hace dirigirse a toda velocidad al lavabo. Por un momento, esa actitud, levanta las sospechas de su mujer pero inmediatamente re-capacita y medita en segundos sobre la situación del escenario de tan extraordinaria actuación. Se dirige re-suelta a su pequeña y tras sacudirla le pregunta qué le ha pasado.
- Mamá, Lourdes se ha caído de la cama.
- Mamá, mamá…
La niña reanuda su lloriqueo y enseña a su madre el chichón.
Manuel Escudero Ramírez está evacuando su vejiga mediante un potente chorro dirigido exactamente al centro del inodoro mientras su ya despejado cerebro funciona a toda máquina buscando una respuesta que resuelva la situación creada ante sus hijas.
Fermín Chamorro Peláez acaba de sacar su vieja motocicleta Guzzi, con el cambio de marchas manual adosado al costado derecho del depósito, del fondo del destartalado local que tiene en el pasaje Echegaray, cerca de la confluencia con la calle Duarte y justo al lado del local donde tiene la sastrería un tal Amador, tío de lo más presumido y con pinta de sarasa. Fermín Chamorro Peláez se dispone a ir al puerto donde trabaja en el restaurante “El Delfín Verde” de la Avenida del Cañonero Dato y suele presentarse temprano. Es el encargado de la cocina y tiene que tener preparado todo lo que va a servir durante el día. Acostumbra a bajar por la calle Echegaray hasta la Real y luego hasta La Marina descendiendo por Teniente Arrabal.
Fermín Chamorro Peláez es viudo, viudo muy joven. Su mujer murió de un ataque de asma, hará ahora dos años y le dejó como recuerdo una profunda tristeza que se le quedó pegada al rostro. Un rostro cetrino, de nariz prolongada y recta, cejas espesas que dan sombra a unos ojos de un impreciso marrón cuyos extremos se inclinan hacia abajo lo mismo que las comisuras de su boca dibujada por unos delgadísimos labios. No tuvieron hijos. Su mujer había fallecido en una de esas camas del hospital de la Cruz Roja de la calle Real, cerca de la plaza de Azcárate. Había estado atendida en todo momento por el doctor Esparza, siempre rodeada de monjas enfermeras. No pudieron hacer nada, ni podían sin disponer de los medios necesarios para salvarla.
Fermín Chamorro Peláez acaba de cruzarse con Pepe “El Pescador” justo poco antes de que éste co-mience la subida de la calle de La Legión.
- ¡Adiós Pepe!
- ¡Adiós Ferminillo!
Saludo ritual entre dos hombres que se conocen de toda la vida y que la mayoría de los días coinciden en La Marina, casi siempre en las inmediaciones de las calles de La Legión y la del Sargento Mena. Fermín Chamorro Peláez recuerda los tiempos en que Pepe “El Pescador” llevaba su carga recién capturada a la Lonja del Puente de la Almina y apartaba las buenas piezas que reservaba al gerente de “El Delfín Verde”.
Fermín Chamorro Peláez recorre el resto de La Marina cabalgando su motocicleta con semblante feliz. Piensa en las tres horas de anoche que ha pasado en el burdel de “La Maraca”, allá en la calle de Castillo Hidalgo, por el barrio de Hadú. La nueva chica mora que le presentó la matrona es una joya. Piensa repetir esta misma noche, en cuanto acabe su labor en “El Delfín Verde”.

Carlos Santamaría Pérez es el gerente del restaurante “El Delfín Verde” desde hace exactamente tres años y está orgulloso de su trabajo. Acaba de abrir las puertas del establecimiento. Ha venido andando desde su casa del Paseo de las Palmeras, ha cruzado como todos los días el Puente del Cristo de los Afligidos y se ha santiguado al pasar frente a la hornacina. Se ha parado unos momentos en el mismo puente para ver cruzar por debajo dos barcazas que enfilan el foso rumbo a la bahía sur. Ha tratado de saludar a los marineros pero éstos andan tan atareados con sus cosas que no le prestan atención. Prosigue su camino bajando por el acceso al puerto.
Carlos Santamaría Pérez espera a su cocinero mientras levanta la reja metálica de la puerta principal. Se fía mucho del joven cocinero, un pobre chaval que perdió a su mujer hace dos años, y espera para ir juntos a comprar lo que necesita para el día. Carlos Santamaría Pérez procura que las comidas que sirve el restaurante sean del día. Sabe que ofreciendo un buen servicio tendrá más clientes.
Al poco rato ve llegar a su cocinero, montado en esa horrible motocicleta. Ha notado su llegada, antes que nada, por el ruido que hace el tubo de escape y el grito de saludo que le suelta Eduardo, el del quiosco al final de las vías del tren.
Un destartalado camión, con la cabina pintada de un rojo chillón, acaba de detenerse frente por frente a la puerta del restaurante y su conductor desciende lentamente después de asegurar el freno.

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (4)


Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.

Rafael es un niño como de unos 8 o 10 años, de etnia gitana de piel del color de la miel y unos ojos muy vivos y depredadores de un negro impenetrable lo que dificulta distinguir el iris. Siempre está sentado en el bordillo que rodea al quiosco de prensa de la plaza de Azcárate a una hora muy temprana en la que todos los niños de su edad siguen aferrados a las sábanas.
De Rafael, al que todos apodan “El gitanillo”, nadie sabe dónde vive ni a qué familia pertenece. Siempre se le encuentra merodeando por los alrededores de la plaza de Azcárate y por el muelle de España y nadie se ha preocupado por él, ni nadie sabe ni quiere saber si está inscrito en algún colegio y se pasa la vida haciendo “bolillos”.
Comer sí que come, Rafael “El gitanillo” come todos los días, a veces mejor que nadie, aunque no se le nota porque se mantiene tan flacucho como desde el primer día que fue avistado en la plaza. Le llaman “El gitanillo” y ello no le hace enfadar, como si supiera desde el principio que era de una etnia aparte. A Rafael “El gitanillo” le da el desayuno el señor Ramón, el del bar “El Nieto”, que siempre le ofrece un gran vaso de leche y un trozo de molleta del día anterior con un pedazo de morcilla, a veces, un trocito de queso o un pedazo de “volaó” que el chiquillo traga con fruición mostrando esa impagable felicidad plasmada en su cara. Otras veces es una señora, de la que ignora el nombre, que acostumbra a darle una magdalena que siempre dice hacerla ella. En escasas ocasiones la propietaria de la frutería del mercado de abastos, del segundo nivel de la plaza de Azcárate, le ofrece una fruta que siempre, no se sabe porqué, resulta ser la más apetecible del mercado.
Satisfecha su hambre mañanera, Rafael “El gitanillo” se encarga siempre, casi siempre, de cuidar las remesas de prensa y revistas que Rafa, el repartidor, deposita en el suelo, muy cerca de la puerta de entrada al quiosco. Rafael “El gitanillo” está muy agradecido al “señó” Cristóbal, como acostumbra a llamar al quiosquero, porque cada día que abre el quiosco le ofrece una peseta. Rafael “El gitanillo” se muestra orgulloso de esa peseta a la que considera su salario, solo cuida los paquetes y luego ayuda al “señó” Cristóbal a desatarlos. Rafael “El gitanillo” no sólo considera al “señó” Cristóbal como su jefe si no también como su banquero. Rafael “El gitanillo” lleva un montón de pesetas ahorradas y guardadas en un viejo y limpio calcetín negro que se encontró volando por la calle Real, cerca del estanco que hay por Maestranza, en un día de mucho viento. Es listo el chiquillo, las pesetas están liadas en un pañuelo de señorita primorosamente bordado, que no se sabe como lo consiguió, y luego introducido en el calcetín cuya boca amarra con un cordel de esos con que se atan los paquetes de periódicos y revistas. Pese a su corta edad, ya tiene experiencia sobre robos que le afectaron, sobre todo los robos de que era objeto por parte de un jovenzuelo moro de vez en cuando. Ahora está mas tranquilo con el banco guardando su capital.
Rafael “El gitanillo” sólo tiene miedo de una persona: el guardia urbano. A pesar de que el guardia nunca se ha dirigido expresamente a él, ni siquiera cuando pasea por la plaza o el muelle, le tiene un miedo atroz y siempre procura esconderse a las miradas escrutadoras del urbano. No se sabe a ciencia cierta el porqué de esta postura, de ese miedo. Lo que sí se sabe es que cuando Rafael “El gitanillo” cumple su labor, de carácter voluntario en el quiosco, suele largarse al muelle de España donde permanece hasta bien entrado el mediodía en que regresa a la plaza de Azcárate y espera pacientemente a que algunas señoras, que suelen ser siempre las mismas, le den algo de comer. Algunas veces, a petición de la propia señora, ayuda a transportar la cesta de la compra –siempre son pequeños paquetes- hasta el domicilio de la misma que, invariablemente, le invita a comer. Entonces prueba los delicados manjares salidos del horno o de la cazuela de la caritativa señora. Pero a veces se encuentra con malos momentos: cuando regresa de improviso el marido, el hijo o la hija de la señora. Suelen protestar ante semejante intromisión y suelen quejarse de que lo que ganan con el sudor de la frente se lo traga un gitano, cosa que nunca es cierta porque cuando cocina la buena señora y todos los de su familia se han hartado, siempre queda algo de sobra. ¿Porqué no dárselo antes?
Rafael “El gitanillo” no es cleptómano ni se atreve a tocar las cosas que encuentra en las casas donde entra. Este talante honrado tiene a veces el premio de que recibe un juguete –usado, eso sí- que le regala la propietaria de la vivienda y que Rafadel “El gitanillo” suele guardarlo en una especie de capazo de tela para luego ofrecérselo a las familias gitanas residentes en los alrededores del Pasaje Heras.

lunes, 30 de abril de 2007

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (3)


Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.

Sara Borau Lagos es una mujer ya anciana, viuda de un sargento de la legión que murió en un tonto accidente de tráfico: se estampó con su moto contra una de las palmeras del Paseo de las Palmeras.
Sara Borau Lagos vive en una de esas casas de dos plantas, construidas en los años 50 por aquel organismo del yugo y las flechas, de la calle Sevilla. No ha tenido hijos y vive de su exigua pensión de viudedad, aunque a decir verdad le basta y sobra. Sale cada día de su casa a una hora fija, temprano, y encamina sus pasos a la plaza de Azcárate, en cuyo mercado suele adquirir las viandas para su cotidiano condumio. Toma siempre el atajo de la calle Sevilla con la calle Canalejas bajando las empinadas, resbaladizas y sucias escaleras. Suele coincidir con una bella mujer joven que sale del edificio sobre el que se empareda la escalera. Siempre le ha extrañado la característica de ese edificio: su escalera sobre la fachada, su escalera lateral del oscuro callejón y el acceso trasero. Sara Borau Lagos está más que harta de escaleras.
- Ahí va toda cimbreante – Sara Borau Lagos siente una sana envidia de la chica, sabe perfectamente que su propio cuerpo ya no es, desde hace mucho, lo que fue. Mientras sigue los pasos de la chica, que se aleja cada vez más, piensa en tiempos pasados y sobre la vida que ella misma ha tenido, como todos los días.

Eduardo Gómez Cebollero acaba de ser despertado por su tremenda mujer, Ana García Escudero. Eduardo Gómez Cebollero vive en un edificio de la calle Ramón y Cajal, cerca de la confluencia con Canalejas. Es guardia, guardia urbano de porra y casco, de esos de los de antes, muy conocido y respetado. Es un hombre de unos 45 años, de tipo medio, vulgar, un poco calvo, algo rechoncho por la parte que acostumbra a almacenar lo que traga, de piernas un poco zambas como si hubiera montado a caballo toda su vida, aunque no haya visto más caballos que los del ejército y eso de vez en cuando de manera muy espaciada.
Eduardo Gómez Cebollero mira con rabia a su corpulentamente obesa, desgreñada y maloliente esposa. Aunque en el fondo sabe que gracias a ella suele ser puntual en su presentación ante el jefe que le asigna las tareas del día. Mira con rabia a su media naranja, que en este caso es media sandía según le sale de las mientes, y se levanta perezosamente de la cama después de apartar las sábanas. Eduardo suele pasar su buena media hora aseándose, hurgándose las orejas y la nariz, limpiándose los dientes y los huecos de los ausentes con los restos de pasta “Colgate” que quedaban en el tubo de hojalata, afeitándose y luchando contra el erial que tiene como cabeza con su arma más poderosa pero a veces inútil: el peine. Eduardo Gómez Cebollero trata de arreglar los escasos cabellos que tiene de manera que tapen un poco los curvos desiertos de la coronilla y de la frente, separados por el milagroso oasis que se prolonga por ambos lados de las sienes y compuesto por ralos cabellos grisáceos con algunos pespuntes de pelos negros. Casi siempre tiene que claudicar y dejar que su calva sobresalga con todo el esplendor de una piel blanca en excesivo contraste con el resto de la cabeza. Cuando tiene ocasión y le sobra algunas pesetillas adquiere un tarrito pequeño de ese fijador verde y oloroso de textura muy parecida a la crema de membrillo con el que consigue “clavar” sus ralos pelos en las zonas despobladas a fuerza de plancharlos con el peine.
Eduardo Gómez Cebollero desayuna, lo que su mujer le ha preparado, sin prisas pero sin pausas. Toma su café, hecho con maltas molidas, con parsimonia mientras otea el horizonte desde el balcón de su casa. Horizonte que no es más que las casas y calles que rodean a la suya. Ve descender por la calle Canalejas a la chica que siempre le ha gustado y a la que conoce desde que ella comenzó a andar, aguarda a que la chica tome la redonda curva que la dirigirá, invariablemente, a la calle Real y mira embelesado las no menos redondas curvas de sus nalgas, aunque unos pasos más abajo pierde nitidez, esforzando su vista y vigilando a la vez que su señora no se asome y descubra el motivo por el que siempre toma el café en el balcón.
Eduardo Gómez Cebollero sale de su casa, vestido con su pulcro uniforme de guardia y con la porra debidamente introducida en la correspondiente funda sujeta al ancho cinturón. En el rellano se encuentra con don Manuel Alcántara Majahonda, el vecino del segundo segunda, encima mismo de su vivienda.
- Buenos días tenga Vd. don Eduardo
- Muy buenos los tenga, don Manuel
Bajan juntos las escaleras relativamente anchas y salen a la calle. Caminan emparejados un trecho Canalejas abajo hasta que llegan a la altura de la bodega Monóvar donde se introduce don Manuel después de despedirse del guardia con un hasta luego.

Don Manuel Alcántara Majahonda es un hombre apuesto, de unos 38 años, casado con una bella malagueña y padre de un chico de unos 12 años, Manolito. Con sus gafas de concha, su traje gris, su trato, su manera de hablar y andar, en fin todo su ser da a entender que es, por lo menos, maestro. Efectivamente es maestro, más aún, es el director y propietario de la escuela que está en la calle Sargento Mena y que tiene por denominación Nuestra Señora del Valle.
Don Manuel Alcántara Majahonda suele levantarse una hora y media antes que los demás inquilinos de la casa, se asea y espera a que su señora le sirva el desayuno cotidiano que consiste en un gran tazón de leche con trozos de pan. No toma café, lo aborrece.
Cuando sale de la casa suele encontrarse, después de bajar por las escaleras al siguiente piso, con el guardia que siempre recorre la calle Real y con el que charla de temas de actualidad y otros temas sacados de los periódicos del día anterior. Hay días en que don Manuel Alcántara Majahonda sale mucho antes. Esos días son los mejores, nada de compañía y mantiene su atención concentrada en la tarea que le espera en la escuela. No así cuando le acompaña el guardia a quién aprecia, pero que a veces se pone muy pesado con el tema municipal.
Don Manuel Alcántara Majahonda se acaba de despedir del guardia y entra en la bodega Monóvar donde su propietario el señor Marcelino, interrumpiendo la labor que lleva haciendo desde las 6 de la mañana, le entrega los dos paquetes de tabaco “Marlboro” que don Manuel suele fumar diariamente después de saludarle como siempre con un escueto “Hola Manolo”.
Don Manuel Alcántara Majahonda suele andar, hasta su escuela, por la calle Real hasta la plaza de los Reyes donde adquiere, en el quiosco de Bartolo, el único diario de la ciudad: “El Faro”, desciende luego por Millán Astray para girar por General Aranda hasta la calle donde se encuentra su escuela y a la que llega puntualmente a las 8:30. No abre sus puertas al alumnado hasta las 9:30.
Sara Borau Ramos acaba de llegar a la Plaza de Azcárate, se ha cruzado con un conocido guardia urbano al bajar el último tramo de Canalejas y cruzar la calle Real. Se acerca al quiosco ubicado en el lado derecho de la popular plaza según se ve desde la calle Real, quiosco regentado por Cristóbal semiparalítico de las piernas no se sabe porqué. Sara acostumbra a leer las portadas de los diarios y de las revistas, expuestas por todo el quiosco como ropa tendida para secar, sin tocarlos.
- ¡Buenos días, Sara!
- Buenos, don Cristóbal. ¿Qué tal su señora madre?
- Muy bien, ahora mismito está en Los Remedios como cada día.
- No falla ¿eh?, buena señora es.
- Y que lo diga sara, gracias.
Conversación efímera y banal que suele ocurrir cada día. El quiosquero sabe que Sara jamás le comprará nada, conoce la historia de su difunto marido como el que más. Todas, pero todas las noticias de prensa las lee sentado en la cómoda silla del interior del quiosco mientras va vendiendo los productos, variados productos, a los clientes de toda la vida y otros que no conoce de nada.
Cristóbal Buenacasa Ferrán es un hombre de unos 29 años, bastante alto y de semblante agradable. Recorre cada día, muy temprano, el camino que va de su casa en la calle del Teniente Pacheco hasta su quiosco. Invariablemente acompaña, cada día, a su anciana madre a la iglesia de Los Remedios subiendo la calle del Teniente Arrabal. Luego se encamina, ayudado por dos muletas, por la calle Real abajo, tomándose un café en el bar “El Nieto” y charla un rato con su propietario Ramón de temas de actualidad.
Cuando llega al quiosco paga una peseta al gitanillo que le guarda los periódicos y revistas que Rafa, el repartidor de prensa, deja amontonados delante de la puerta de acceso. El misterio de ese gitanillo, de unos diez años aparentemente, capaz de levantarse a tempranas horas y del que nadie, ni mucho menos Cristóbal, sabe nada ni de qué familia es, es mucho misterio. Pero ahí está, puntual como el que más y nadie se ha preocupado de preguntarle cosas de su vida, aunque por cierto más valía no hacerle preguntas porque, tenazmente, el gitanillo suele responder con un “¡a ti que te importa!”

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (2)


Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.

José Sánchez Pedrero, Pepe “El Pescador” para todos, perdió su barco en uno de esos golpes desgraciados y tontos del destino. El oleaje de un día de fuerte levante había arrojado su pequeño barquito contra las rocas de la playa del Sarchal, muy cerca del punto donde se alza el actual depósito de aguas del Recinto Sur, poco más a la izquierda de la antigua cárcel de mujeres. Pese a la pericia que siempre tuvo en las artes de manejar su barco y lanzar las redes, no pudo evitar la hecatombe al calársele el pequeño motor Perkins y pese a los posteriores esfuerzos por arrancar de nuevo el motor, la hélice no consintió en mover-se.
José Sánchez Pedrero, Pepe “El Pescador”, tuvo la fortuna de salir ileso del incidente y en aquella nefasta ocasión sólo le acompañaba Mohamed, uno de los marroquíes que se salvó por los pelos, nunca mejor dicho, pelos que agarraron las fuertes manos de Pepe “El Pescador” sacándolo de las turbulentas aguas antes de que el joven moro se destrozara contra las rocas. Desde entonces Mohamed le tiene un especial aprecio que resulta difícil expresarlo aquí. Mohamed Hiddrissi es un hombre de complexión delgada pero muy nervuda, como de unos 22 años, de 1,65 m de estatura y residente en la barriada del Príncipe Alfonso, en la casa de un tío suyo. Aunque no tiene papeles legales, sólo el pasaporte marroquí, nunca ha sido molestado por las autoridades ceutíes. En parte porque es buena persona y en parte porque nunca hace alardes de que existe. El otro joven marroquí, Mustafá Bouz, no había llegado a la hora de la cita por lo que zarparon sin él. La única pega que tiene Pepe “El Pescador” de sus dos ayudantes es el tiempo que dedican a la oración. En varias ocasiones se le ha pasado por la mente pegarles sendos puntapiés en el trasero, mientras se encontraban de rodillas cara a donde siempre se dirigen los musulmanes, y mandarlos a hacer gárgaras al fondo de la bahía sur, pero siempre se ha refrenado a tiempo en esas explosiones momentáneas de ira.
José Sánchez Pedrero, Pepe “El Pescador”, rememora aquellos tiempos en que surcaba las espléndidas aguas de Mediterráneo, siempre en la bahía sur, saliendo del recoleto y pequeño puerto de pescadores ubicado a la sombra del malecón del Paseo de las Palmeras y del muelle de España, con un coqueto y cortito dique y recorriendo el foso de las murallas reales para salir al otro lado de la ciudad. Solía dejar el barquito fondeado dentro del pequeño espacio, muy cerca del Club de Actividades Subacuáticas y regresar a tierra en la barca que acostumbraba a recoger a los pescadores que regresaban…
-¡Peeeepeeee!, ¡Buenos días tengas, a la paz de Dios!-
La primera llamada, la primera salutación y exposición verbal del contenido de la carretilla, la primera venta del día…
María Sarmiento de Páez, señora bien avenida, viuda de don Genaro vive en el primero segunda del primer portal de la calle de La Legión a la derecha según se sube. Es una mujer ya entrada en años, de cuerpo bastante rollizo, siempre muy bien peinada y enjoyada. María Sarmiento de Páez es viuda, su difunto marido, que se llamó en vida Celestino Bernardez Miranda, había fallecido años atrás de un infarto mientras observaba la arribada de un crucero turístico, allá por el muelle de Poniente. Celestino Bernardez Miranda era un pasante del prestigioso bufete de abogados Meléndez-Martínez cuyo despacho se encuentra en el edificio Trujillo, encima del Centro de Hijos de Ceuta.
María Sarmiento de Páez acostumbra a ser la primera clienta de Pepe “El Pescador” y si alguna vez se le adelanta alguien, toma tal berrinche que no adquiere pescado hasta el día siguiente y si ese día siguiente alguien se le adelanta de nuevo, vuelve a repetirse la escena del berrinche. A veces queda semanas enteras sin adquirir pescado por ese motivo, pero nunca, nunca se enfada con Pepe “El Pescador” cosa extraña. Pepe “El Pescador” ya está acostumbrado a ello y siempre tiene la excusa de que necesita desprenderse de la pesca lo más pronto posible por razones de salubridad, cosa que convence enseguida a la irascible señora, pero que no cede en su empeño de no comprar en segunda posición, siempre quiere ser la primera en catar el contenido de la rebosante carretilla.
A partir de ahí, venda o no venda a la señora Sarmiento, Pepe “El Pescador” va vendiendo a las amas de casa del resto de viviendas de la calle de La Legión que van saliendo y que adquieren tantos o cuantos para su satisfacción y formando luego corrillos cotorráqueos, durante una media hora, donde las murmuraciones dañinas campean llanamente. La única vez que Pepe “El Pescador” abandona su carretilla en medio de la calle es cuando llega a la altura de una casa de una planta, en mitad exacta a la derecha de ese tramo, según se sube, de la calle de La Legión entre La Marina y la calle del Teniente Pacheco. Pepe “El Pescador” siente mucho respeto por doña Josefina, la propietaria de esa vivienda, y siempre le ofrece el mejor pescado de la carretilla y que doña Josefina adquiere sin inmutarse y sin dejarse ver. Día a día sube los dos escalones de acceso a la entrada principal de la vivienda y tras pulsar por tres veces el timbre de la puerta, la empuja, entra en el recibidor que siem-pre está en penumbra, de atmósfera límpida y fría y deposita el pescado en una bandeja colocada en una mesita que ni colocada ex profeso. Y como siempre, encuentra el dinero justo en el mismo lugar donde deja el pescado. Invariablemente. Nadie sabe a ciencia cierta el porqué de esa actitud. Las malas lenguas dejan mucho que desear para expresar, ni siquiera, lo más mínimo de lo que murmuran. Ninguna otra vecina ha conseguido ese trato por parte de Pepe “El Pescador” aunque se lo pidieran de rodillas o rogándole que se lo llevara a su piso por estar enfermas.
Poco antes de alcanzar la esquina con Teniente Pacheco, cerca de la tienda de ultramarinos y bar a la vez del Leoncio, Pepe “El Pescador” se cruza con Guadalupe Corral Sarmiento.
-¡Guaaapa!, mis ojos se vuelven más azules cada vez que te ven y superan con creces el brillo del farito de la Puntilla.
-Gracias, Pepe. ¡Buenos días!
Pepe “El Pescador” es un incorregible maestro del piropo, aunque a decir verdad solamente los suelta a las mujeres que conoce de toda la vida. Con las desconocidas se limita a mirarlas con ojos de experto en arte corporal y con movimientos de cabeza las deja pasar. Cuando Pepe “El Pescador” mueve afirmativamente la cabeza quiere indicar que la desconocida mujer está buena, en caso contrario la encuentra normalita, nunca expresa desagrado por ninguna mujer, a todas las encuentra bellas dentro de las propias limitaciones del concepto de belleza que el supuestamente experto piropeador tiene como bagage. Su co-lección de piropos propios y ajenos es incalculable.
Guadalupe Corral Sarmiento es una bellísima mujer de unos 25 años, hija única de una hermana de María Sarmiento de Páez, con un cimbreante cuerpo de caderas y nalgas típicamente andaluzas. Luce una esplendorosa cabellera azabache en onduladas melenas que le llegan casi a la cintura, peinadas en primorosas cascadas que bajan por la bien proporcionada espalda y acarician sus redondos y bien torneados hombros en un suave vals acompasado por el vigoroso andar que las esbeltas y largas piernas de la mujer imprime.
Guadalupe Corral Sarmiento visita cada día a su tía María con quién toma el desayu-no que siempre le prepara la criada mora, por nombre Fátima -¿porqué será que la mayoría de las chachas moras se llaman Fátima?- antes de emprender la limpieza de la casa. El desayuno consiste, invariablemente, en media molleta untada con manteca margarina holandesa, de esas que se venden en paquetes de papel semitransparente, y un tazón endulzado de malta con leche que paga puntualmente la chica con una peseta.
Guadalupe Corral Sarmiento trabaja en la Casa Morrós, justo al lado de la casa de su tía, en La Marina esquina con La Legión. Ella siempre miente a su familia diciendo que trabaja como administrativa, pero lo cierto es que trabaja como moza de almacén y se encarga de distribuir los pedidos en grupos. Guadalupe Corral Sarmiento trabaja de lunes a viernes, de ocho a una y de cuatro a ocho y los sábados de ocho a dos, recorre siempre una ruta que cualquier día podría seguir con los ojos vendados. Vive con sus padres en la calle Canalejas, en un edificio de dos plantas un poco estrafalario: a la primera planta en la que vive la familia Casas Lorán se accede por una escalera exterior en fachada y a la segunda planta, que es donde vive la familia Corral Sarmiento, se sube por otra escalera ubicada en el lateral izquierdo del extraño bloque según se mira de frente y que corresponde a un callejón que ataja la calle Canalejas con la de Sevilla y se accede por la parte trasera del edificio…

domingo, 29 de abril de 2007

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (1)


Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.

Tomás Gómez Arévalo vive en un tercer piso del edificio de la esquina norte de las calles Teniente Arrabal y Teniente Pacheco, aunque en realidad no vive en la esquina sino en el otro extremo. Su vivienda está en un nivel medio entre los pisos segundo y tercero del edificio colindante en fachada principal y dispone de tres balcones a la calle, no tiene más visión del horizonte que la casa de enfrente donde se ubica la pensión Charo.
Tomás Gómez Arévalo es un hombre como de 35 años, regordete, de abundante pe-lambrera ondulada y negra como el azabache, funcionario del Instituto Nacional de Previsión, el de la calle Real. Tiene un perro dálmata al que llama “Stroncio”, no se sabe porqué.
Tomás Gómez Arévalo baja todos los días, puntualmente a las 7:00 de la mañana haga frío o calor, a la calle acompañando a su perro para que éste haga sus necesidades. Necesidades que pulcramente limpia allá donde caiga, excepto el líquido elemento expulsado por la vejiga canina, con un papel de esos de color marrón-tierra con los que se acostumbra a envolver las compras diarias y con el que recoge, siempre con cara de asco, los malo-lientes excrementos. Dónde lo deposita después es un misterio, pero lo cierto es que sigue el paseo sin portar la envuelta deposición.
Tomás Gómez Arévalo pasea a su perro durante una hora con un recorrido invariablemente fijo: calle Teniente Pacheco, Teniente Arrabal arriba –el can se detiene irremediablemente ante la puerta del taller de zapatero remendón Manolo para soltar su chorrito diario- , Fernández, bajada por La Legión –en donde ante uno de los portales que da a un estrecho y largo patio interior suele depositar su carga el “Stroncio”- hasta La Marina que recorre justo hasta donde está Baeza, luego sube por Alfau donde el dálmata, invariablemente, levanta una cacofonía de ladridos haciendo dúo con un pastor alemán asomado a uno de los balcones, despertando y fastidiando a los vecinos, para continuar por Mendoza y, después de forzar al perro para que salga del viejo patio de un ruinoso edificio de la calle Teniente Arrabal donde indefectiblemente se cuela, regresar a la casa.
Tomás Gómez Arévalo baja de nuevo, todos los días a la misma hora 8:30, las esca-leras que terminan en un amplio vestíbulo y en cuyos remates, iniciales si se sube y finales si se baja, de las barandillas posan sendas bolas de hormigón, del tamaño de un balón de fútbol, como adorno escultórico y sale a la calle. Tomás Gómez Arévalo es un tipo metódico, bien trajeado –aunque el traje tenga unos años de más- pero de carácter huraño –como casi todos los funcionarios- y de pocos amigos. Encamina sus pasos a lo largo de la calle para luego subir por la acera contraria al descampado de la calle de La Legión, cruzar la calle Fernández y seguir por Agustina de Aragón hasta la calle Real donde, invariablemente, se dirige a la cafetería “La Campana” y se toma su acostumbrado desayuno de café con leche y churros sin tener necesitad de solicitarlo.
Don Antonio Carvajal del Prado es maestro, tiene una academia en la calle de La Legión a la derecha según se baja casi esquina a la Marina. Su esposa, Dolores Santolaria Nadelas, le acaba de preparar el desayuno que varía según el resto económico disponible de la familia, hoy le corresponde pan tostado y un plato de aceite de oliva, aceite de oliva como no se encuentra hoy en día, un aceite “comestible”, casi masticable, palpable con sabor y color auténticos. Dolores Santolaria Nadelas es una sacrificada mujer de fuerte composición aunque bajita cuyas recias piernas la hace mover por la casa como si estuviera desplazándose en una nube. Acaba de despertar a sus dos hijos Pepe y Manolo para quienes ha preparado el mismo desayuno que al cabeza de familia. Dolores Santolaria Nadelas es un poco filo-comunista: o todos lo mismo o todos nada.
Pepe Carvajal Santolaria es un chaval de unos dieciocho años que cursa estudios de grado superior en Granada, está ahora de vacaciones por una de esas decisiones del claustro de profesores de la Universidad granadina. Pepe Carvajal Santolaria está meditando entrar en la Transmediterránea como administrativo. Un tío suyo se encargará de enchufarlo, según cree, sin ningún problema. Las cosas no le están yendo bien en el aspecto económico. Sus padres están realizando tremendos esfuerzos para que siga estudiando pero la precariedad domina más que otras razones. Cree ciegamente salir adelante con sus estudios trabajando, quiere ser médico a toda costa pero no a la de sus sufridos padres.
Manolo, el pequeño de la familia es un chico de unos doce años que estudia bachillerato en la propia academia de su padre. Manolo Carvajal Santolaria tiene una orden irrevocable: en clase nunca debe llamar papá a Don Antonio, tiene que llamarlo y tratarlo como lo llaman y tratan todos los alumnos de la academia: sr. Maestro o Don Antonio. Aunque al principio le costó lo suyo, después de cinco años seguidos llamándole papá, ya está acostumbrado a ello hasta el punto que sigue llamándole Don Antonio en su propia casa o allá donde se encuentran. A su madre Dolores le hacia gracia al principio hasta que se cansó de ello, eso de oír Don Antonio aquí y allá a todas horas exaspera bastante, y tuvo una discusión con su marido que no llegó a mayores. Dolores Santolaria Nadelas, que es una mujer no muy agraciada físicamente pero tiene una belleza serena y muy mediterránea, sabe co-mo atajar su disgusto a tiempo.
La calle se va animando a medida de que pasan los minutos. Por la esquina de La Marina con La Legión ha aparecido José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador” para todos. José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador”, es un hombre de unos cincuenta años, con un eterno pantalón gris de algodón impecablemente limpio, alpargatas de lona un poco amarillentas con cordeles grises y camisa blanca a rayas azules permanentemente limpia, abierta a medio pecho mostrando una gris pelambrera y con las mangas arreboladas hasta la mitad de los antebrazos que terminaban en unas gruesas, recias y fuertes manos. La calva cabeza, siempre cubierta con su irrenunciablemente inseparable boina negra graciosamente encasquetada a modo de bonete cardenalicio, mostraba en la nuca y las sienes unos ralos cabellos prematuramente encanecidos.

José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador”, muestra, todos los días, su faz siempre bien afeitada mientras su boca diseña una abierta sonrisa que muestra unos dientes perfectos y blancos, postizos o verdaderamente suyos nadie lo sabe y nadie osó preguntárselo, y sus azules ojos mirando siempre directamente al interlocutor y escudriñando a la vez cada rincón de las casas en busca de sus fijas clientas. Es un hombre de carácter tranquilo que pasa de todo. Anda un poco encorvado, no porque tenga alguna tara física defecto de algu-na pasada enfermedad, sino porque agarra una carretilla de madera, cuya única rueda metá-lica produce un escalofriante ruido al rodar sobre los adoquines, carretilla plena de pequeñas cajas de madera llenas, a su vez, de todo tipo de cadáveres provinentes de la fauna marina “abrigados” por trozos de hielo que en otro momento del día eran parte de un hermoso bloque de un metro de largo por veinticinco centímetros cuadrados de grosor que conseguía adquirir en la fábrica de hielo del muelle de Poniente. Sardinas, boquerones, caballas, bonitos se distinguen perfectamente alineados en sus diferentes cajas. Algún pulpo despistado asoma sus tentáculos a través de las rendijas de esas cajas típicamente marineras mientras un grupo de almejas, mejillones y otros mariscos coronan el ya mítico medio de transporte del popular Pepe “el pescador”. Toda esa existencia pescada de la fauna marítima desaparecerá a lo largo de toda la mañana en el corto recorrido diario que el propio Pepe “el pesca-dor” se marcó al principio. Con esa venta le basta y sobra. No aspira a más.
José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador” había sido, tiempos atrás, patrón de su propio barco pesquero. Había tenido a dos marroquíes como empleados e ineludiblemente faenaban en aguas limítrofes con Marruecos por la bahía sur y nunca había tenido problemas con los guardacostas, ni marroquíes ni españoles, de los que es muy conocido…