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Una tela blanca repentinamente ondea al viento desde una de las ventanas del segundo piso del vetusto edifico de la calle Velarde, muy cerca de la esquina a la calle Espino y que está junto a un solar pleno de escombros; un pequeño gorrión sale de estampida desde la repisa existente bajo la ventana, a modo de adorno saliente de planta, asustado por el repentino movimiento de la tela.
Amador Tejedor Llamas acaba de abrir la ventana de su cuarto sin acordarse de que la ventana de la cocina está abierta, ha permanecido abierta toda la noche y el brutal golpe de la corriente a arrojado hacia el exterior parte de las blancas cortinas que cubren todo lo ancho de la pared, no las arrancó de cuajo por milagro pues la fuerte corriente hizo rechinar los tornillos que atan el pasador del cortinaje al muro. Un poco asustado mete las cortinas dentro y cierra la ventana al tiempo que por el rabillo del ojo ve salir disparado a un pequeño pájaro. Se maldice del olvido y camina hacia la cocina, cierra la ventana y vuelve al dormitorio donde abre de nuevo para que se airee la habitación. Ahora no siente la corriente pero sí un fresco soplo aéreo que aspira ávidamente y le hacer respirar profundamente.
Amador Tejedor Llamas es sastre, uno de esos sastres milimétricos que todo lo hace a mano con esa pericia que la plena dedicación y tiempo conlleva como experiencia. Sus trajes tienen fama de ser muy buenos y su pequeño taller, que está en el Pasaje de Echegaray, cerca de la calle Duarte, siempre está lleno de pedidos, patrones de medidas y rollos de telas de diversas texturas y colores. Su trabajo le da para vivir bien dentro de lo que cabe y más aún siendo soltero y sin compromiso.
Amador Tejedor Llamas es tan meticuloso con su aseo personal como lo es con su trabajo, se afeita diariamente con una navaja que perteneció a su abuelo y que sin embargo mantiene como nueva. Tiene una extraña manera de afilarla y la hoja mantiene un filo súper-cortante que le afeita hasta el pelillo más rebelde de su cara. Hasta aquí nada que alegar si no fuera porque en su cara tardan días en aparecer, siquiera, la punta de un pelillo. Esta manía de afeitarse todos los días sin falta y aunque no tenga barba ni bigote ya es cosa extraña, pero Amador Tejedor Llamas lo hace a conciencia, es así y nunca cambiará. Termina su aseo personal con un somero repaso a sus rubios cabellos que cubres toda la cabeza de forma ondulada, como las dunas de un pequeño desierto dándole una apariencia borbónica.
Amador Tejedor Llamas suele vestirse diariamente con el mismo traje, un traje impecablemente limpio y planchado, de color azul cielo, de ese color azul cielo que se ve en días de fuerte sol y atmósfera límpida. O sea azul azul, ni un poco claro que se acerque al celeste ni un poco oscuro que se acerque al ultramar. Utiliza la misma camisa blanca tres días seguidos, cambiándola por otra camisa blanca de idéntica textura y línea y que hace suponer a los que le conocen que nunca se la cambia dejándoles la incógnita del porqué nunca la encuentran sucia.
Amador Tejedor Llamas suele prepararse el mismo el desayuno diario: un vaso de leche en polvo y un trozo de pan untado de membrillo, un membrillo que viene en pequeños paquetes como cajas de cerillas y que su amigo Ortega, el fabricante de dulces de membrillos de la calle Simoa, le suministra semanalmente como pago de un traje que le realizó años atrás. Suministro que consiste en un paquete de siete cajetillas y que Amador Tejedor Llamas administra diariamente sin pasarse jamás en el condumio de una cajetilla diaria.
Una vez terminado el desayuno acostumbra a limpiar la casa comenzando por la cocina, comenzando por los cubiertos, y dejando la casa tan limpia y reluciente como el día anterior. Una manía mas que sumar a éste tipo, su casa siempre está limpia ya que casi siempre se pasa el tiempo en el taller de confección y por tanto no tiene tiempo de ensuciarla.
Amador Tejedor Llamas acaba de salir del edificio después de asegurarse que la puerta de acceso a su vivienda está perfectamente cerrada y tras vislumbrar la sombra del vecino del tercero primera por la escalera. Se ha dado cuenta de que el vecino ha dado un paso atrás, con el objetivo de que no fuera avistado por el sastre. Una sonrisa de conmiseración aflora en el rostro de Amador. Este vecino que tiene, Pedro Quisquilla Pardo, es un moroso de campeonato que aún le debe el traje que le hizo cuatro años atrás con motivo de la boda de uno de sus hermanos. Hasta ahora el vecino moroso le ha pagado solamente cinco pesetas, de las ciento cincuenta que le debe y que es lo que costó el traje. No tiene prisa en cobrar el resto merced a que su negocio le va dando buenos resultados, pero piensa que ya es pasarse de castaño oscuro abusando de su magnanidad.
Pedro Quisquilla Pardo es un tipo todo antitesis de su vecino, el sastre, casado con una mujer de fisonomía árabe pero que no es mora y que acostumbra a gastarse los cuartos que el marido lleva a casa en potingues y cremas para cuidar la piel. Pedro Quisquilla Pardo trabaja de porteador de agua que lleva en garrafas sujetas a una carretilla y que va vendiendo por las casas del Paseo del Recreo y que diariamente le reporta entre quince y veinte pesetas.
Pedro Quisquilla Pardo acaba de salir de su casa, después de “amarrarse” el mono azul con el que reparte agua, y al bajar las escaleras ha visto al odioso sastre que siempre le hace actuar como un delincuente escondido de la justicia. Está más que harto de esa situación pero comprende que se lo tiene ganado por no pagar lo que debería haber pagado según acordó con el vecino que acaba de bajar las escaleras.
Pedro Quisquilla Pardo va andando entre callejones y pasa por el Pasaje Ideal al Recinto Sur que resigue dirección a una casa de la calle del Molino, en cuyos bajos hay un pequeño almacén donde guarda su carretilla y las garrafas ahora vacías. Recorre tranquilamente y despacio la larga avenida que bordea el profundo precipicio sobre el mar, cruzándose con unas mujeres que acarrean cubos de un líquido del que Pedro Quisquilla Pardo no quiere saber nada y que arrojan sin más por el barranco, otras mujeres arrojan basura que sacan de unos cubos metálicos negruzcos y mugrientos, éste espectáculo diario le deprime un poco y por fin llega hasta su almacén y abre la cochambrosa y semi-destartalada puerta quitando el enorme candado de hierro ya enmohecido y se sienta en la única silla existente en el local, silla que está pidiendo a gritos una reparación que la salve de ser arrojada por el precipicio que da a la playa del Sarchal. Pedro Quisquilla Pardo espera pacientemente a que el camión-cuba le traiga el agua que deposita mediante una manguera de goma en cuatro barriles metálicos apoyados a medio metro del suelo en los correspondientes bancos de madera. Esos barriles, que utiliza Pedro Quisquilla Pardo, habían contenido antes petróleo que iba destinado a la refinería de San Amaro. Los obtuvo gratuitamente merced al favor de un conocido que trabaja en la factoría y que transportó uno a uno con su carretilla hasta el almacén. Los limpió cuidadosamente, bien bruñidos, les dio una capa de pintura antioxidante y encima dos capas de pintura especial contra humedad, esperó un tiempo antes de llenarlos de agua que comenzó a vender allá donde existía carencia del preciado e imprescindible líquido.
Tuvo suerte de que Antonio, el propietario de la tienda de ultramarinos que está un poco más abajo del cruce del Pasaje del Recreo con el Recinto Sur, a la derecha según se baja y justo al final de la cerrada curva, le adquiriera puntualmente cuatro garrafas de las seis que transporta cambiándolas por otras tantas vacías. Pronto pago desde el primer día en que comenzó el “negocio”. El resto del agua la vende a litros depositándola en envases que los vecinos portan y que pagan religiosamente como comprendiendo el esfuerzo que hace el aguador transportando tanto peso.
Normalmente, a las 10 de la mañana ya ha terminado el suministro y regresa al almacén donde deposita la carretilla y las garrafas.
Pedro Quisquilla Pardo suele dirigirse, cuando acaba el reparto del agua, a La Marina pasando siempre por la plaza Azcárate, donde compra un paquete de “Ideales” en el quiosco parejo al de la prensa y luego sus pasos se encaminan por Alfau hasta la empresa Baeza donde espera en la puerta de entrada a que venga don Jesús, el jefe, y preguntarle, después de darle los buenos días muy respetuosamente, si tiene algún trabajo para él. Invariablemente la respuesta de don Jesús es no. No se desanima Pedro Quisquilla Pardo ante esa cotidiana negativa y sonriendo le da las gracias y se dirige al bar del Pepón, un poco más allá de Baeza y se toma su vaso de vino tinto diario, única vez al día que lo toma, acompañado siempre de una suculenta tapa que varía cada día. Por veinticinco céntimos ya tiene el estómago caliente para toda la mañana. Cuando acaba su desayuno se larga a paso lento hacia el muelle de Alfau donde se sienta en un noray que encuentra libre de amarras y observa el ajetreo portuario. Alguna que otra vez se le acercan los marinos de las dos grandes lanchas guarda costas, que diariamente atracan en el muelle, y le dan palique sobre temas de la ciudad. De vez en cuando le piden favores, como que les eche las cartas al buzón de correos, que les compre tabaco o que les traiga alguna revista. Pedro Quisquilla Pardo asiente alegremente a sus peticiones, sabe que estarán unas horas en el muelle y luego partirán en cumplimiento de su deber. Suele acercarse al bar que está al final del muelle, cerca de la playa de San Amaro y adquirir todo lo que le encargan los marinos, a excepción de las revistas que suele adquirirlas en el único lugar donde las vende: el quiosco de la plaza Azcárate. Siempre regresa al punto de encuentro con los marinos y siempre entrega las vueltas con exactitud, recibiendo a cambio unas perras gordas de propina con lo que aumenta su peculio. Su colaboración ya es conocida por muchos de los marinos de barcos mercantes, sobre todo de los carboneros y pequeños petroleros cuyos tripulantes no tienen tiempo para ir a la ciudad al tener que quedarse en los buques por imperativo superior. Pedro Quisquilla Pardo ha pensado repetidas veces en montar un chiringuito, donde vender chucherías y tabaco a los marineros, pero sabe que eso es imposible porque la autoridad portuaria lo habría barrido enseguida además de que necesitaría invertir un buen capital del que no dispone.
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