martes, 14 de octubre de 2008

DEL TARAJAL A LA ALMADRABA

El oleaje suave, pendenciero, acariciador, lame la orilla de la playa haciendo rodar unos cuantos cantos sobre la clara arena y no dando alcance a las botas que calzo en esos momentos sublimes de un paseo que he decidido dar, pese al frío reinante, por esa costa del Maresme que configura la comarca donde se asienta la ciudad de mi residencia.



Un suave viento, polar diría, viene directo de la montaña hacia el mar; ese mar azul, cuyas ondas palpitantes tratan de acariciar mis pies, ese mar tan transitado y con una historia de siglos de viajes y navegantes sobre su superficie; ejerce un poder fascinante sobre mis recuerdos que me hacen bogar imaginariamente, a través de sus aguas, hacia su confín, hacia el oeste, hacía su abrazo con un enorme océano a través de un estrecho paso delimitado por las columnas de Calpe y de Hércules. En ese estrecho paso se entrecruzan sus aguas con otras menos cálidas y menos salobres que se han ido despegando de la corriente del Golfo…
Estoy andando por la orilla de la playa del Tarajal. He comenzado en el límite justo de la frontera con Marruecos, poco más allá de donde tiene su Terminal el nuevo autobús de costados verdes y calva amarillenta que los ceutíes lo llaman “el de los diez mandamientos”, tal vez por la cantidad de pasajeros que puede transportar, acostumbrados como estamos a trasladarnos en los apestosos y desvencijados autobuses que la mayoría de las veces nos quedan pequeños.



He comenzado el paseo haciendo caso omiso a lo que ocurre allende las fronteras y en los pasos que cruzan miles de marroquíes en ambas direcciones. No he dado más que cien metros y ya encuentro, desperdigados por toda la playa, montones de envoltorios y paquetes obviamente vacíos. Soslayo como puedo ese caos incívico de basura y prosigo mi paseo hasta detenerme a unos metros de una cosa que se encuentra en el borde de la orilla y que de vez en cuando es alcanzada por las suaves ondas de una olas incipientes. Se trata del caparazón de una tortuga de grandes dimensiones que desprende un fortísimo hedor. No me atrevo a acercarme más, ya noto la carne tumefacta, fermentada, podrida que cuelga por las oberturas del caparazón y por las que asoman las patas de unos animalitos que se están dando un festín carroñero. Son unos negros cangrejos de los muchos que pululan por las cercanas rocas de la playa.
Después de dejar atrás el lúgubre banquete dando un estudiado rodeo, prosigo mi solitario paseo meditando sobre las diversas formas de perder la vida de los seres habitantes del globo terráqueo “porca miseria”. En algunos tramos de mi paseo he tenido que subir a la carretera y volver a bajar a la playa. Son esos tramos que están dominados por las rocas y sobre las que no intento caminar. No he venido a hacer de alpinista.



Poco a poco alcanzo la playa de la Almadraba y sentándome a escasos centímetros del agua diviso la peña donde años atrás nos sumergimos para depositar una estatua de la Virgen del Carmen. Bueno, estoy exagerando, yo no me sumergí ahí, no tenía la edad ni las fuerzas para aguantar sendas botellas de oxígeno. Fue mi padre que, junto con otros submarinistas, sí efectuó la inmersión en una fecha memorable… tan memorable que acabé “reventao” de tanta comida como se sirvió en la fiesta posterior al buceo. Era en un restaurante, cuyo nombre el tiempo se ha encargado de borrar de mis recuerdos, a la vera de las rocas sobre la playa. Se sirvieron toda clase de platos marinos y no tan marinos de los que comí como nunca en mi vida lo he vuelto a hacer, eso no se me olvida.
Hago un esfuerzo por desterrar esos momentos mágicos de la nostalgia y poder levantarme, antes de que la modorra de esos recuerdos me hunda en el sublime pozo de la siesta mañanera, para proseguir mi paseo. La playa, desierta hasta ahora, se ha ido animando poco a poco… las gaviotas me saludan con sus chillidos que ha veces resultan espeluznantes. Es un poco raro ver esas gaviotas aquí y por eso mismo trato de averiguar el motivo de ese cambio. El rincón no ofrece mucho campo para el ansía voraz de esas aves inasequibles. Ni siquiera el mar muestra sus frutos de manera provocadora… ¿entonces? Unos pasos más adelante descubro el motivo de esa invasión de pájaros habituales del otro lado del comienzo del istmo por el que estoy paseando: un cadáver anda tirado en medio de la arena con el vientre abierto. Son los restos de un perro de raza indefinida, desperdigados junto con trozos de pescados podridos, sobre el que aterrizan esas aves sobre las que ignoro si comerán esa carne putrefacta de cánido.
Mal que me pese, abandono el paseo bastante asqueado. Encontrarse uno con dos cadáveres, aunque sean cadáveres de animales bien distintos, corroe las entrañas de manera soez. Opto por caminar sobre el arcén de la carretera bordada con esos cúbicos mojones pintados de blanco.

viernes, 10 de octubre de 2008

VISIÓN ACTUAL - BARRIADAS: San Amaro



Como mi espíritu anda libremente, desde que se le soltaron las cadenas de la obediencia hacia unos deberes que conculcaban unos derechos inherentes a la vida y sobre los que tenía que apechugar para pervivir en ambientes no muy dados a la bondad, ha proseguido su libre andar para profundizar más en los conocimientos de nuestra tierra, de nuestras barriadas, de nuestra gente…
Como ahora corresponde recorrer la barriada de San Amaro y sacar un análisis detallado de su situación actual y su gente, en la manera de mis posibilidades, comenzamos esta serie por ella.
¿Por qué el nombre de San Amaro?
No dispongo de datos fiables del porqué darle ese nombre a un parque y a una barriada que existen en Ceuta desde mediados del siglo XVII, aunque el parque no fue construido hasta comienzos del siglo XIX.
Como quiera que podemos conocer la leyenda de San Amaro a través de unas crónicas, que son más una leyenda que un hecho cierto, no vienen indicaciones de su paso por nuestra ciudad y ello redunda en las verdaderas razones del porqué de ese toponimo.
San Amaro fue un abad y navegante que según la tradición realizó un ajetreado viaje por mar hasta el Paraíso Terrenal, en el que, atravesando el Mediterráneo, protagonizó con sus compañeros innumerables aventuras.
Existen dos personajes históricos que pudieron servir de base para el mito: Uno de ellos fue un penitente francés del mismo nombre que en el siglo XIII peregrinó a Santiago de Compostela y que a su vuelta se estableció en Burgos, donde llegó a fundar un hospital para leprosos. El otro candidato es San Mauro de Anjou, discípulo de San Benito de Nursia, y que fundó el primer monasterio benedictino de la historia de Francia.
Sea como fuere, en torno a la figura del Amaro histórico se aglutinaron toda una serie de tradiciones paganas cristianizadas presentes en Galicia y Asturias, relacionadas con los “immrama” (viajes a las islas paradisíacas del Occidente) irlandeses, y que enlazan la historia de este santo con la de abades de otros países del Arco Atlántico como San Brandán, así como con mitos paganos de los que los viajes de Máel Dúin y Bran mac Febal constituyen buenos ejemplos.
Aún hoy es venerado en multitud de ermitas en el Noroeste de España: Un concejo gallego de la provincia de Orense así como una pequeña población del concejo de Castrillón (Asturias) llevan su nombre. Además de dar nombre a una de las barriadas de la Ciudad Autónoma de Ceuta.
Según nos relatan las crónicas, San Amaro era un noble pío de Asia que vivía obsesionado con la idea de visitar el Paraíso Terrenal. Con este fin, preguntaba a todos sus huéspedes sobre la manera más adecuada de llegar a él. Al no recibir una respuesta satisfactoria se abandonó a la desesperación y al llanto, hasta que una noche Dios se le apareció y le reveló cómo alcanzar su objetivo: Construyendo una barca y siguiendo con ella el caminar del Sol a través del “Mare Nostrum” hasta el mar de las Atlántidas.
Habiéndose lanzado al mar, navegó durante siete días y siete noches hasta que llegó a la Tierra Desierta. Era ésta un país ubérrimo que contaba con cinco ciudades habitadas por hombres toscos y horribles y mujeres muy hermosas. Después de haber pasado seis meses en esta tierra una voz le exhortó en sueños a abandonar esta tierra maldita por Dios.
Una vez partieron de la isla, navegaron durante mucho tiempo sin saber dónde estaban hasta que divisaron unos barcos que creyeron que podrían auxiliarles. Pero cuál sería su sorpresa que cuando arribaron a las naves se las encontraron invadidas por monstruos que se llevaban los cadáveres a las profundidades: Habían llegado al Mar Cuajado. Amaro no supo en ese momento cómo salir del trance, pero entonces se le apareció en una visión una mujer que, acompañada por otras doncellas, le dice que han de vertir el contenido de los odres de vino y aceite al mar, y tras ello han de llenarlos de aire. Así hicieron los monjes y el barco logró salir del Mar Cuajado.
Tres días después arriban a la Tierra Desierta, habitada por bestias salvajes y hostiles hacia los hombres. Allí se encuentran a un ermitaño que les dice que la vida en la isla es casi imposible debido que las bestias que allí viven se aniquilan en combate el día de San Juan, persistiendo el hedor de sus cadáveres durante todo el año. El ermitaño les abastece de todo lo que necesitan y les encomienda marchar hacia Oriente, donde hay una tierra muy hermosa que satisfará todas sus necesidades.
Partieron hacia aquel lugar el día siguiente y llegaron a su destino a la hora sexta (las tres de la tarde). Se encontraron ante un hermoso monasterio llamado Valdeflores, del que salió a recibirlos un monje de pelo cano llamado Leónites. Éste comunica a Amaro que había recibido noticias de su llegada a través de una visión, y tras ello le da instrucciones sobre cómo llegar al Paraíso Terrenal: Dirigiéndose con su barca hacia un puerto donde deberá permanecer un mes, tras lo cual se dirigirá a un valle extenso y escarpado, donde alcanzará lo que desea. Tras concluir su charla Leónites se echa a llorar, lamentando haber encontrado al hombre que más quería en este mundo y que ahora le va a abandonar. Pero en ese momento llega Baralides, una mujer de vida santa que regala a Leónites una rama del árbol del conforte que es, junto con el árbol del amor dulce, uno de los dos árboles del Paraíso Terrenal. Con ello Leónites queda consolado.
San Amaro se dirigió al lugar indicado por Leonites, donde permaneció un mes. Una vez transcurrido este tiempo abandonó a sus compañeros y se dirigió hacia el ansiado Valle. Tras buscar durante dos días alcanza un monasterio femenino situado en una cumbre y que se llamaba Flor de Dueñas. Allí había llegado unos días antes Baralides, que tenía costumbre comulgar con las hermanas en la Pascua de Resurrección, en la de Navidad y en la de Cinquesma. El santo permaneció en aquel lugar durante 17 días en los que recibió instrucciones de Baralides para llegar al Paraíso Terrenal.
Al fin, ambos partieron hacia aquel lugar, y tras a travésar una amplia sierra llegaron a los confines del Paraíso Terrenal. Allí San Amaro recibió un hábito blanco, elaborado por Brígida, sobrina de Baralides que vivía en el Paraíso Terrenal. En ese momento, Amaro se despidió de Baralides y se avanzó en solitario por la ribera del Paraíso.
Lo que vio no pudo ser más deslumbrante: Ante él se elevaba un enorme castillo construido con piedras y metales preciosos, con almenas de oro y torres de rubí así como muros multicolores cuyos ladrillos unas veces eran blancos y otras de colores zafiro y esmeralda. Amaro se acercó a la entrada y repicó en la puerta. En ese momento el portero del castillo le dice que lo que tiene ante sus ojos es el Paraíso Terrenal, y como ser humano tiene prohibida la entrada. El santo le rogó que le dejase siquiera contemplarlo un instante a través de la hendidura de la llave.
El centinela accedió y ante los ojos de Amaro se mostraron todas las maravillas del Paraíso: Vio el árbol del que comió Adán así como verdes praderas donde imperaba una primavera eterna y de las que emanaba un olor delicioso. Vio así mismo árboles enormes cuyas copas no podían verse y en los que se posaban pájaros cuyo cantar era tan sugestivo que si se les escuchara durante mil años parecería un día. Por todos sitios deambulaban muchachos con instrumentos cuya música era indescriptible, así como bellas doncellas ataviadas con guirnaldas y vestidos blancos que andaban en torno a la más hermosa de ellas, la Virgen María.
San Amaro ruega entonces al centinela que le deje entrar. El portero, sin embargo, le reitera la prohibición y le dice que durante su breve visión habían transcurrido 300 años. Amaro regresa entonces al puerto donde había dejado a sus compañeros y cuál fue su sorpresa que encontró una ciudad que llevaba su nombre. Tras contarles su historia, los lugareños le reconocieron y le construyeron una casa al lado del monasterio de Valdeflores, donde vivió unos años hasta que falleció. Fue enterrado junto a Baralides y su sobrina, Brígida.
Hasta aquí lo que podemos conocer de ese beato que osa poner su nombre a un parque. El Parque de San Amaro es un jardín público existente ya a comienzos del siglo XIX. Era la parte final de un paseo que venía desde las antiguas Balsas, donde hoy se sitúa el Hospital del Insalud, y servía para subir a la ermita de San Antonio.
Situado al borde de la mencionada playa, fue construido en la segunda mitad del siglo XVII el castillo de San Amaro durante el mandato de D. Sebastián González de Andía, Marqués de Valparaíso, quien gobernó la plaza de Ceuta desde 1.692 a 1.695. Con posterioridad entre 1.707 y 1.714 se hicieron importantes reformas y se instaló una poderosa batería de costa.
El principal mérito de esta fortificación, radica en que está situada en el mismo lugar por el que, una mañana de agosto de 1.415, desembarcaran las tropas de la armada portuguesa que D. Juan I fletara en Lisboa para la conquista de Ceuta, poniendo fin, setenta y siete años antes de la toma de Granada por los Reyes Católicos, a la dominación musulmana de la ciudad.
Lamentablemente, no existe en el lugar la menor constancia de tan importante acontecimiento histórico, por cuanto fue invadido por viviendas y construcciones de destrozaron su entorno.
Hoy en día, el antiguo castillo, se supone que contenía la ermita de San Amaro, presenta un estado tan lamentable que muestra a las claras el poco interés de nuestras autoridades hacia la conservación de nuestra historia.
La barriada de San Amaro, poco más al sur de la ubicación del castillo y dentro del área de influencia de la empresa Ducar, presenta un aspecto de barriada abandonada a la mano de Dios, o de Alá como Vds. quieran.
Construcciones de dudosa legalidad dominan la mayor parte de la barriada en la que destaca la antigua casa cuartel de la Guardia Civil y los edificios del Grupo La Lealtad con aspecto lastimoso, propio de países del Este en época comunista. Existen dos inmensas naves con aspecto de estar totalmente abandonadas e innumerables locales levantados al buen tuntún que son utilizados como garajes.
El comienzo de la barriada está dominado por el solar del antiguo Parque de Artillería hoy en demolición y la avenida de San Amaro flanqueada en su lado mar por casas de una sola planta tras las cuales se desarrolla el comienzo del muelle Alfau.
Detrás de la Ducar, en dirección al parque, existen construcciones que se pueden clasificar sin error como del tercer mundo. Construcciones a retazos con pintas de barracas levantadas por los zíngaros en un caos de utilización del terreno.
Lo peor de todo es la parte correspondiente a los alrededores del antiguo castillo, hoy habitado por familias que utilizan la antigua terraza o patio de armas, como tendedero de ropa puesta a secar, que está invadida por viviendas construidas sin planos ni soportes legales obligatorios. Casi a ras de agua.
¿Existe un Plan de Ordenación Urbana? ¿No contempla la recuperación de esta barriada? La ubicación de la zona es idónea para construir un futuro basado en el turismo y que de alas a la economía local… comenzando con el traslado de la Ducar a terrenos ganados al mar o alejados del núcleo urbano que no impliquen un peligroso punto de inflexión en la seguridad de la ciudad y sus habitantes.
Otro detalle, puede que se me haya pasado desapercibido, es que sus calles y callejuelas carecen de nombre… ¿no lo merecen?
Recuperemos por lo menos la antigua ermita de San Amaro y su castillo. Sería una de las perlas de nuestra ciudad, que de paso recuperaría la denominación de Perla del Mediterráneo con razón.

lunes, 6 de octubre de 2008

PUENTE ALMINA



El hombre que acaba de descargar la mercancía es un hombre cargado de buena fe, tendero desde que tuvo uso de razón. Dispone de una parada en el Mercado de Abastos del Puente Almina y todos los días se le ve trajinando, con su destartalada y viejísima carretilla con plataforma de madera roída casi íntegramente, por los sótanos del mercado. Transporta la mercancía desde el muelle de carga ubicado cerca del acceso desde el muelle de pescadores. Es un vendedor nato de pescado y marisco.
Siempre anda acompañado de un joven moro de tez oscura y ojos profundamente inquietos. Tan flaco es el pobre moro que los pantalones le cuelgan horriblemente holgados y estéticamente inadecuados como vestimenta menos apropiada. No es que lleve los pantalones bombachos típicos de los árabes, esos que tienen las perneras abombadas como si tuvieran un enorme “paquete” viril. Son pantalones de cinco tallas arriba de la que le corresponde. Se los sujeta, casi bajo los sobacos, con una cuerda tranzada que le da la apariencia de un ser de otro mundo: mucha pierna y nada de tronco.
Arriba, en el puente que cubre la entrada a los sótanos del Mercado, un viejo ocioso mira y remira el movimiento de los trabajadores bajo sus pies. De vez en cuando otea el puerto pesquero, como si estuviera esperando a alguien conocido. A lo lejos el transbordador, que ya ha cruzado la bocana, levanta la estela tras su “patosa” popa en la que se adivina los morros de camiones embarcados.
La hermosa fuente del centro de la plaza que configuran el puente, el edificio Trujillo y los jardines de San Sebastián delante de la fachada del Mercado, prosigue su particular danza del agua con variaciones anómalas debidas al vientecillo que de vez en cuando osa romper su armonía y que levanta alguna que otra exclamación soez de quién tiene la desgracia de circular cerca de la misma.
Los verdes autobuses, entre los que se cuela algún que otro pintado como un tomate maduro con techo de un amarillo enfermizo, y que llevan a la gente a Benítez y Benzú reposan su cansino andar en la acera de los Jardines de San Sebastián a la espera de que sus conductores recomiencen el lento camino hasta sus destinos respectivos. Un grupo de moras aguardan, con sus bultos cargados de impensables objetos y alimentos, a que les abran las puertas de los autobuses mientras el vetusto y hierático reloj del viejo edificio de abastos marca sistemáticamente los minutos de las horas.
Una lozana moza cruza la calzada de manera soberbia levantando prestos silbidos de un grupo de soldados, que van o vienen de no se sabe donde, y que aguardan intranquilos a que el sargento acabe su café, que está tomando tranquilo en el bar del interior del mercado, con la esperanza de que un oficial pase ante ellos y descubra la holgazanería del sargento. Vana esperanza por cuanto no pasa ni un suboficial.
Un poco más arriba, en el Revellín, un grupo de chavales anda largando bromas a un pobre moro vagabundo que arrastra su mísera y maltrecha pierna por los duros adoquines del bulevar dirigiéndose a duras penas hacía “El campanero”, mientras las innumerables tiendas de relojes, paraguas y demás chucherías típicas de los bazares, ofrecen su mercancía a través del silencio de los comerciantes hindúes que copan la mayoría de las tiendas. Los escaparates de esas tiendas parecen un maremágnum de artículos sin ninguna utilidad, pero que sin embargo gruesas matronas y severos señores adquieren como quien compra fideos.
Un moro que ya no es joven pero que tampoco es viejo anda transportando cajas de cartón repletas de tabaco entre una cochambrosa motovespa, que parece un huevo con ruedas apoyado en las espumadera, y el estanco ubicado en los Jardines de San Sebastián, el primero según se entra desde la Marina, cuyo usufructuario es un hombre de pelo blanquísimo que aparenta una edad que no tiene. La faena del mozo, en el acarreo de los paquetes, es contemplada fijamente por las diferentes estatuas desperdigadas alrededor del estanco… mientras África mira hacía el Peñón de Gibraltar, Trabajo sonríe ante los esfuerzos del estanquero y Comercio respira tranquilo al ver que el estanco se llena de mercancía. Las otras estatuas están más lejos y no notan ese ajetreo.
El guardia urbano, encargado de dirigir a los escasos vehículos que circulan por la plaza, acaba de sacarse su blanco salacot de la cabeza y con su ya menos blanco guante se seca el sudor de su frente donde una incipiente calvicie le produce escalofríos cada vez que se mira en el espejo de cualquier lavabo. La chaqueta del uniforme, blanca inmaculada hasta entonces, ya comienza a sufrir los estragos de la sudoración tras minutos bajo un sol, extrañamente brillante en pleno diciembre, mientras sus pantalones, impecablemente planchados por la parienta, muestra esa ridícula cinta roja, en doble fila, cosida en los lados.
El “Victoria” acaba de dejar, antes de volver a Algeciras, en el muelle de España hace ya media hora a cientos de pasajeros que ya cruzan presurosos la plaza en busca de toda clase de baratijas electrónicas, maravillas del momento. Uno lleva a duras penas una enorme radio de caja de madera con frontis de tela parda y enormes diales que marcan las horas radiofónicas (ondas) con esa huidiza aguja que se empeña en no estarse quieta, mientras su parienta, puede ser que no lo sea pero parece, carga con sendos paraguas de negras telas impermeables que parecerían auténticas tiendas de campaña si se abrieran. Muchos de los venidos allende el charco comentan lo bonito que son sus relojes enseñándolos a todo quisque que se les pone por delante. Una señora gruesa y emperifollada luce en sus muñecas sendos aros, afirma a sus compañeros que es auténtico de oro blanco el material con el que están realizadas.
Entretanto, el hombre del Mercado comienza a distribuir su mercancía marina por la superficie del mostrador-estante…

ESTACIÓN DE AUTOBUSES



La mañana se presenta fría, un fuerte viento barre las calles de hojas caídas la víspera, arremolinándolas en los rincones sin salida y haciéndolas girar una y otra vez sobre sí mismas, en una especie de órbita alrededor de la nada.
El autobús de “La Valenciana” hace rato que acaba de llegar, provinente de Tetuán, vomitando pasajeros en su mayoría marroquíes y cargados de bultos. Muchos de los pasajeros vienen con baratijas, cazos, teteras, cafeteras… todo de cobre. El objetivo de esta gente, al viajar a la ciudad, es negociar con los ceutíes cambiando los objetos por ropa, usada pero en buen estado. Una mujer madura, cargada con un enorme bulto en el que se adivina trozos de carne, encamina rápidamente sus pasos calle Padilla abajo.
El autobús de “La Valenciana” hace la competencia al tren que une Ceuta con Tetuán, aunque hay otros autobuses que cubren las diferentes localidades del Protectorado, es el trayecto más usado y el trasiego de pasajeros y bultos es enorme. Algunos soldados de alta graduación utilizan también el transporte por carretera que presta esa compañía de nombre levantino.
Una chica árabe, de unos 19 años, anda como perdida dando vueltas y vueltas por la acera que corre a todo lo largo de la Estación de Autobuses del paseo Colón. Es una chica joven, de oscuros ojos como el azabache, bastante agraciada de rostro y a pesar de las gruesas ropas que la envuelve, se adivina propietaria de un voluptuoso cuerpo.
Esta chica, antes de venir a Ceuta residía en Xauen y había sido repudiada por su familia al descubrirse que quería mantener relaciones con un cabo del Ejército español del que está perdidamente enamorada, padece un drama que sólo puede ocurrir en personas inmersas en inmundo totalmente desconocido y sin un duro encima. Está desesperada porque lleva más de dos horas esperando a su amor, que le había prometido recogerla en su casa.
Un anciano decrépito, que suele dar vueltas por la Estación de Autobuses en espera de no se sabe qué, observa interesado la discusión de dos hombres de largas barbas canas. De vez en cuando sus ojillos, surcados de venillas rojas y rodeados de piel totalmente arruinada, se alegran para luego apagarse al instante cuando el fez (tarbush), de uno de los hombres, comienza a bailar en la cabeza debido al vibrante movimiento que imprime a su cuerpo con el acaloramiento de la discusión. Como por arte de birlibirloque nunca se le llega a caer. Esto hace que el anciano se desinterese de la discusión, que por otro lado no entendería de ninguna manera… no sabe bereber, a pesar de haber vivido bastante tiempo en su mundo. Esa lengua camítica le suena a chino.
Gira sobre sus talones para dirigirse al bar del otro lado del paseo y tropieza con una mora que anda en un sin andar. Ya la había observado antes de entrar como espectador en la discusión que seguía poco más allá. Como viejo gato que era, ya había notado la desesperación en el bello rostro de la marroquí. No quiere entrar en divagaciones ni quiere entrometerse en asuntos ajenos. Sólo era un observador nato, una especie de “voyeur” como decían los franceses del otro lado del Protectorado, cerca de Alcazarquivir, el “Gran Palacio” como traduce su nombre en árabe Al-Qasr Al-Kabir, donde había pasado mucho tiempo recorriendo las colinas que rodean la ciudad cercana a Larache, vadeando de vez en cuando el río Lucus, cuando estaba destinado en Regulares de guarnición allá.
La chica sigue desesperada, sus pensamientos vuelan hacia Xauen, Shifshawen para los rifeños. Empieza a echar de menos las estribaciones de las montañas del Rif, recuerda los dos picos, que se divisan claramente desde la casa familiar de donde la han expulsado, picos que dan el nombre a la población. Su recuerdo se pierden en las pequeñas callejuelas de trazado irregular, que recuerdan a los pueblos andaluces, y casas encaladas con un ligero tono azul. Una furtiva lágrima salta por encima de la suave curva de su bello rostro, descubierto, y surca un camino hacia las comisuras de sus labios. El recuerdo de los suyos es demasiado vivo y su amor sigue sin aparecer, asustada como está, en un mundo nuevo y totalmente desconocido, lo necesita a su lado ya.
Mientras la Estación de Autobuses, ajena al pequeño drama que ocurre a su vera, prosigue su vida… lejos de allí, en el Serrallo un hombre joven encamina sus pasos hacia el acuartelamiento cercano. Lleva el uniforme de regulares con el galón de cabo y su cabeza está ocupada en el próximo ejercicio cuartelero. Ni pizca de cédula cerebral se mueve en recuerdo de aquella mora a la que había prometido amor eterno en una de las callejuelas de la ciudad, considerada durante mucho tiempo, como sagrada y donde se prohibía la entrada a extranjeros, hasta que los españoles la abrieron al mundo al instaurar el Protectorado concedido por la Conferencia de Algeciras (1906)…

EL CHORRILLO (I)



Corre 1952, cabe destacar la calma chicha que impera en las dos bahías como son conocidas en Ceuta la zona norte y sur del mismo mar Mediterráneo que la rodea. La zona norte, en la que se divisa en lontananza el Peñón de Gibraltar y la costa de la península Ibérica, tiene playas que habitualmente casi no son apreciadas por la inmensa mayoría de los ceutíes, en parte porque es una costa agreste hipotecada por el puerto de la ciudad y en parte porque sus aguas son mucho más frías que en la bahía sur.
La bahía norte es reservada específicamente para estancias largas en las playas más alejadas del centro de la ciudad, como Calamocarro y Benzú; normalmente la gente ceutí acude a la playa de Benítez, preferentemente los vecinos de los alrededores de la misma, ocupando los mínimos espacios que dejan libres las concesiones de casetas militares, que casi copan toda la playa en un auténtico alarde de abuso de poder. Más al este, se encuentra la playa de San Amaro, semiescondida entre el inicio del muelle de Alfau y la muralla que conforma la carretera de acceso al Cementerio. El acceso a esta playa se realiza a través de un agujero abierto en un muro antiquísimo.
La bahía sur dispone de playas buenas y otras no tan buenas. La playa del Tarajal está formada por una estrecha franja de arena negra y detritus terráqueos, jalonada cada cierta distancia por rocas como minúsculos cabos que se adentran en el mar. Las peñas abundan mar adentro. A continuación viene la pequeña y pedregosa playa de La Almadraba, con sus rocas, factorías de salazones y redes atuneras que le dan nombre. Por el lado más al norte de la bahía sur, ya cerca de las estribaciones del monte Hacho, existe la playa del Sarchal, playa que no tiene de nombre más que una escuálida zona conformada, como todo el resto de esa zona costera, por cantos rodados de todos los tamaños y pulidos desde tiempos inmemoriales por la fuerza de las olas. Acceder a la playa del Sarchal ya es toda una aventura por cuanto hay que descender por el inestable acantilado o bien cruzar túneles no habitualmente concurridos. Poco más allá, cerca de la cárcel de mujeres, existe un túnel iluminado de uso exclusivamente para los militares y sus familiares. Otro descarado abuso de poder de la época.
Por el centro de la ciudad destaca la playa de La Ribera que no es en realidad una playa. Está ocupada en su mayor parte por factorías conserveras y el resto de la zona se encuentra invadida por barcas pesqueras de todos los tamaños y hechuras. Algun que otro taller de maestros calafates y unas pequeñas cabañas completan el paisaje, deprimente por sí mismo.
Salvando el pequeño baluarte que se extiende hacía el mar en la parte sur de la mencionada playa de La Ribera, conocido como Baluarte de la Peña, se extiende una estrecha playa de gris y negra arena de larga tradición entre los caballas de todos los tiempos. Es la playa del Chorrillo que se extiende desde el ojo del puente de Nuestra Señora de África, bajo el que fluyen las aguas del foso, hasta cerca de La Almadraba donde cambia de nombre a favor del de la barriada.
Se accede a la playa por una escalera ubicada en uno de los laterales del foso, cabe la gasolinera de la Shell, una de las primeras de Ceuta, y que desciende bajo el puente hasta una especie de plataforma como un muelle de cemento. Esta especie de muelle de cemento, en la parte donde reposan los arcos del puente, está transformado en un inmenso cuarto de servicios al aire libre donde muchos de los bañistas masculinos hacen sus necesidades a la vista de otros y donde se cambian la vestimenta por el traje de baño y viceversa en una clara demostración de exhibicionismo pacato. Los mojones de mierda siembran al completo la propia plataforma y el hedor que despide se extiende hasta más allá del acceso, únicamente tamizado por los vapores de los combustibles de la cercana gasolinera. Muchos sofocos producen a las señoras y señoritas que pasan por una especie de corredor tras los arcos del puente, arcos que la gente joven e insensata osan escalar usándolos como acceso al trampolín que creen ver en el cuadrante norte del arco frente a la bahía sur que da al mar. Los escalofriantes saltos que dan tienen trazas de ser mortales, dada la escasa profundidad de las aguas del foso y la altura de la base desde donde se arrojan, en una primigenia edición de “puenting” pero sin cuerdas de seguridad.
El Chorrillo es la playa más concurrida de todas las de la ciudad, dispone de un chiringuito habitualmente completo de gente que se pasan horas y horas bebiendo la popular y excelente cerveza ceutí de nombre tan llamativo como es “África Star”, siempre acompañada por las tapas, espectaculares y sabrosas, que sirven con soltura. Delante del chiringuito se extiende una plataforma de madera con mesas y sillas de tijera, totalmente ocupadas por familias enteras de bañistas, que a la vez copa buena parte de la playa, casi hasta la orilla. Detrás y a los lados del chiringuito y sobre plataformas de listados de madera se encuentran las casetas-vestuarios, de pago, con los típicos decorados de todas las playas de la época y de siempre: franjas verticales azules y blancas.

UNA JORNADA EN EL APOLO



El tiempo se está poniendo de acuerdo, por fin, con la estación que le corresponde. Después de un largo período de tiempo en que el veranillo se ha obstinado en no ausentarse ya podemos notar en nuestro cuerpo un poco de frío, por lo que no desentonará nuestras coordenadas de siempre.
He acudido a una de las salas de cinema del Parque Comercial de Mataró (Mataró Park) para ver una película y pasar la tarde de un festivo aburrido.
Mientras visiono la película, cuya trama ha dejado de ser interesante, mis recuerdos me llevan a un tiempo y un lugar alejados bastante de mi posición actual. Es como si cruzara a través de un túnel del tiempo y me situara plantando los pies en la ciudad que me vio nacer…
Acabo de regresar de la península, concretamente de Ronda, a donde había salido con el equipo de fútbol para el correspondiente partido. Me he dirigido a mi casa para cambiarme de atuendo y descansar un poco del mareante viaje. He redactado mareante porque entre el barco “Victoria” cruzando un estrecho malhumorado y con ataques del baile de San Vito y el renqueante autocar de la empresa Portillo tirando por carreteras malísimas y con más curvas que la Marilyn Monroe no han dado opción a que el cuerpo de los jugadores descansen físicamente bien.
Me he despertado bruscamente zarandeado como si una especie de furioso terremoto asolara mi cama. Es mi querida abuela que me despierta según le pedí antes de embotarme en la siesta. Al menos podía haber sido un poco más sutil al despertarme, pero ya está.
Después de arreglarme convenientemente y peinarme adecuadamente, ensuciando el cabello con esa pringosa brillantina, me largo en busca de la novia que deberá estar enfadada por mi falta de puntualidad.
La encuentro, como siempre, esperándome en la Plaza de Azcárate, nos hemos saludado un poco fríamente y no han pasado ni treinta segundos cuando ya viene la bronca de rigor. Está enfadada porque he llegado media hora tarde a la cita y como no nos hemos visto desde el viernes, estaba intranquila.
La he tenido que reconfortar con una merienda en el cercano Nieto y se ha alegrado un poquito al invitarla al cine para este anochecer. He pedido al camarero que me dejara el diario y, mientras me tomo la cerveza Estrella de África (África Star), paso revista a la cartelera de películas. Leo la página, con sus habituales errores de imprenta a que nos tiene acostumbrados, correspondiente a espectáculos y noto que destaca el anuncio de una película en el cine Apolo. Se lo comento a mi novia que acepta encantada, aunque a mí me suena a cachondeo patrio. Se trata de “Bienvenido Míster Marshall”, con Manolo Morán y Pepe Isbert de protagonistas.
El paseo que estamos dando calle Real abajo es gratificante. Los comercios siguen a su ritmo con abundancia de clientes, sobre todo en las tiendas ubicadas frente a la iglesia de Los Remedios, en una de las cuales saludo a mi primo Álvarez, preguntándole por su negocio. Le va bien, ha vendido a los paraguayos casi la mitad de las existencias, un cuarto a los moros y el otro cuarto lo deja para mañana. Piensa cerrar pronto porque le apetece hoy.
Llegamos a la altura del Instituto Nacional de Previsión y saludo a Emilio, que acaba de salir del edificio. Va también al cine Apolo y me dice que nos encontraremos en la puerta mientras va a buscar a su novia. Ya somos cuatro. Seguimos nuestro lento paseo y cruzamos la plaza de los Reyes, ocupada ahora por una mini-feria con sus carruseles, luminancia estrambótica y parafernalia sonora que debería estar dejando más neurótico de lo que está al titular de la cercana iglesia de San Francisco. Dado que nos sobra tiempo, entramos en el Casino Militar, donde nos conocimos durante uno de esos bailes de sociedad, en cuya barra tomamos de nuevo sendas cervezas bien frías a las que acompaña una tapa de esos pulpos que me gustan tanto. Cortaditos en finísimas rodajas y ahogados en salsa mayonesa. Son magníficamente comestibles.
Ya es hora de acudir al cinema. Al lado mismo del Casino Militar. El viejo edificio, creo que data de 1916, que acoge al Cine Apolo está iluminado tenuemente por los últimos rayos del astro rey que parece tener prisa por ocultarse allá detrás de las montañas que configuran a la Mujer Muerta (yo prefiero decir Mujer Dormida). Entramos en el vestíbulo casi vacío y damos una vuelta al mismo observando las fotos de las películas que anuncian para próximas sesiones. Algunas de ellas destacan por su fuerte contraste y otras parecen tamizadas por una lámina de papel transparente. Por fin viene Emilio y su novia Juanita. Nos acercamos a la taquilla; una esplendorosa mujer, con uniforme azul tirando a morado y un horrible cuello de solapa blanca, nos atiende obsequiosamente. Es nueva esta taquillera, no la conozco pero no me atrevo a preguntarle sobre la que siempre está en la taquilla, a lo mejor se ofende. Todavía queda media hora para que comience la sesión y acordamos ir al bar “La Viña” para tomar unas cervezas.
Entramos en la sala llamada Platea, para diferenciarle del gallinero supongo. Las butacas, forradas con terciopelo color granate -imagino que será la misma tela con la que está confeccionado el telón que cubre la pantalla-, están casi todas con el asiento levantado. Apenas hay espectadores, casi los puedo contar con los dedos de la mano sin refuerzos. Nos sentamos en la que nos tiene asignada la numeración de nuestros tickets y que resultan estar situadas exactamente en el centro de la sala, ni muy lejos ni muy cerca de la pantalla. Justamente donde siempre he preferido. Mientras hablamos de nuestras cosas comunes, un destello luminoso nos avisa del comienzo de la tanda de anuncios horriblemente confeccionados por el publicista local. El encargado del proyector ha comenzado la tanda antes de que se abrieran los dos telones, el principal y el secundario, éste de tela blanca más fina. Ha diferencia del nuevo cinema África, la pantalla del Apolo no es panorámica (cinemascope se dice). Las luces comienzan a temblar parpadeando hacia abajo, es decir apagándose lentamente. La oscuridad va ganado terreno aunque mitigada por el resplandor de la pantalla…

PASEO DE LAS PALMERAS


El chaval, de unos 17 años, estaba asomado a la baranda del Paseo de las Palmeras que daba al puerto pesquero y observaba el movimiento que hacían los marinos al atracar sus barcos. De vez en cuando gira sus verdes ojos hacía el agua, que golpea el paramento bajo sus pies, y recorre con su mirada el lento nadar de los peces que se acercan valientemente al mismo borde de los muros en busca del sustento.
No sabe distinguir la clase de peces que admira en esos momentos. Está haciendo en realidad un esfuerzo para reprimir la intranquilidad que le cubre ante la tardanza de su amor. No puede fumar porque se encuentra sin calderilla; ni una mísera “perra gorda” reposa en ninguno de sus bolsillos; “perra gorda” que muy bien le vendría para comprar un “chester” y disfrutar deleitándose con el humo que asciende en revoltosas espirales hacía el cielo.
El Paseo de las Palmeras sigue llenándose de parejas y grupos de gente joven de ambos sexos. Es el lugar habitual de los paseos sabatinos y domingueros de la gente joven ceutí, mientras por su calzada trasiegan vehículos de toda clase y tamaño soltando por sus tubos de escape negros humos. Los reclutas pasean con sus uniformes y su lustrosas botas; algunos van acompañados de chiquillas de muy buen ver, pero chiquillas aún. Algún que otro maduro matrimonio recorre la acera en un ir y venir sin cuento. Parecen perdidos en la maraña de gente joven pero sin embargo pasean con el porte de grandes señores.
El aroma de perfumes baratos gana por goleada a los perfumes caros; allá va uno que parece bañado en “Varon Dandy”, con el pelo repeinado y tan brillante que se diría habría sido “abetunado” por Rafa el Limpiabotas. Está embadurnado, su cabello y el de otros muchos ceutíes, con esa brillantina aceitosa que esta de moda.
Las chicas mayores van trajeadas con esas faldas de tubo que acentúan sus curvas y arrancan silbidos y piropos de cuantos se cruzan con ellas. Van perfumadas con “La Maja de Goya” y en verdad que van hechas unas “goyas”. Siempre pasean en grupos, cogidas de la mano aquellas que no tienen pareja masculina. Para ser pareja de una mujer ceutí y cogerla de la mano tiene que ser el novio forzosamente… o el marido. Las chicas mayores llevan pintados sus ojos con “rimmel” tan negro como el carbón y sus labios tan rojos como la sangre. Todavía no se había inventado el “wonderbra” pero lucían unas turgentes sugerencias que ni falta les hacía.
De vez en cuando un autobús cruzaba a lo largo del Paseo cargado de reclutas regulares de retorno al cuartel. Las burlas, befas, saludos… de los reclutas de a pie se sucedían a lo largo del lento caminar mecánico del renqueante autobús. Recibían cortes de manga que si se llegan a alargar un poco más, revientan las lunas de las ventanillas del autobús.
Cientos de chiquillos pasean en grupos alborotando el cotarro palmeral. Comen pipas de girasol cuyas cáscaras escupen descaradamente hacia delante de ellos; otros lo hacen exactamente igual, pero con altramuces a los que llaman “chochos”; algún que otro chiquillo mueve las mandíbulas de una manera tan vigorosa con la intención de hacer trizas el duro bloque de chicle “Bazooka” que se meten en la boca. Mientras una anciana vendedora, sentada en un taburete, espera a que alguien le compre unos higos chumbos lustrosos y verdosos erizados de pinchos, un moro adoba trozos de carne de cabrito para preparar los pinchos que sirven en el bar del otro lado del Paseo.
Un par de legionarios pasean de manera chulesca soltando piropos inclasificables y haciendo sonrojar a las chicas. De vez en cuando miran con inquina al pobre recluta que se les cruza mirándoles, a la vez, a los ojos… el inocente recluta parece ignorar la que se avecina si se le ocurre provocarles. No pasa nada y los legionarios siguen su firme pasear golpeando las baldosas con fuertes talonazos. Desaparecen en el bar que existe al lado de la trasera del Templo Expiatorio.
Algunos jóvenes se acercan al comercio del representante oficial de la Fiat y admiran el nuevo modelo que es toda una novedad: un majestuoso “milquinientos” con unos cuernos que recuerdan al toro de Osborne.
Mientras tanto, el Paseo de las Palmeras sigue llenándose…