lunes, 28 de mayo de 2007

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (5)


Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.

Manuel Escudero Ramírez está durmiendo profundamente a un lado del tálamo, el lado derecho, mientras su mujer Florencia León Zamora se levanta y calza las pantuflas rosas que un día le regaló su marido. Florencia León Zamora piensa en el montón de calzado que le viene regalando el hombre que yace a su lado. Nunca ha recibido otra clase de regalos a excepción de aquella vez, allá por la Navidad del 45, en que le regaló un frasco de “La Maja”, aquella milagrosa vez Florencia León Zamora se perfumó a conciencia.
Florencia León Zamora, mujer de unos 36 años, de recia estampa andaluza, frondosa cabellera negra recogida en un sempiterno moño acaba de vestirse con una verde bata, limpia y remendada por mil sitios -tal vez por mimetismo con la profesión de su marido-, se mete en el pequeño cubilete que trata de aparentar ser un cuarto de baño aunque sólo dispone de un pequeño y estropeado lavabo de cerámica y el correspondiente inodoro. Junto al inodoro se encuentra el cubo de metal con el que acostumbra a acarrear agua del grifo de la pequeña, destartalada, aunque luminosa y limpia cocina. Florencia León Zamora está hasta la coronilla de hacer servir el cubo como cisterna del inodoro y como proveedor de agua para asearse ella y su familia. Ha pedido, miles de veces, a su marido que colocara un aljibe de agua, conectado a la cañería de suministro, en algún rincón del cuartito de aseo con su correspondiente grifito.
Manuel Escudero Ramírez, hombre de unos 40 años, espeso casco de cabellos grises, propietario de un bigote ancho y largo que le tapa el labio superior por completo y que a veces hace que le odie su mujer. Tiene un pequeño taller de reparación de calzado en los bajos de su vivienda, del que malvive con su mujer y dos hijas, acaba de despertarse interrumpiendo su cálido sueño en el que unas curvas femeninas se pierden en lontananza. A Manuel Escudero Ramírez lo ha despertado el grito de su hija pequeña, que duerme junto a su hermana en la pequeña habitación de al lado, y se levanta con toda la velocidad que su aún adormecido cere-bro puede imprimir a su cuerpo. No se preocupa de que va en calzoncillos, esos calzoncillos parecidos a los pantalones de los futbolistas de la época, calzoncillos con la portañuela abierta que muestra sus partes siempre ocultas al no tener botones ni otros medios para mantenerla cerrada. No resulta un problema para él pero sí un engorro al no haber acudido a orinar y tener la “pipa” más enhiesta que el mástil de la bandera del foso. Manuel Escudero Ramírez entra en el cuarto de sus hijas y ve a su pequeña Lourditas de pie, descalza, en el duro y frío suelo y agarrándose la cabeza con ambas manos. La niña le acaba de ver entrar y sus pizpiretos ojillos azules, mojados por las lágrimas que siguen saliendo a raudales, se agrandan como platos al divisar el rosáceo cañón que la apunta justamente a su frente. El llanto y el dolor desaparecen como por ensalmo. Manuel Escu-dero Ramírez se da cuenta, al notar la dirección de los ojos de su hijita, del espectáculo tan poco gratificante que está dando en calzoncillos y se da la vuelta para regresar a su cuarto tropezando en ese mismo instante, justo en la jamba de la puerta, con su mujer que viene corriendo, alarmada también por los gritos y lloros, des-de el pequeño cuarto de aseo.
Florencia León Zamora mira sorprendida a su marido y luego a su pequeña hija sentada en el suelo y con una espantosa expresión en su linda carita: un chichón como un huevo le sale de la frente, justo al comien-zo del arranque frontal de la rubia y rizada cabellera, unos ojos agrandados y de mirada fija en el trasero de su padre. Su hija mayor, Carmencita, está sentada en la cama baja de la litera y también mira sorprendida y no repuesta por la aparición de su padre de tan extraña y curiosa manera.
- ¿Qué ha pasado?¿Qué has hecho, Manolo?
- Mmmm…
El pobre Manuel Escudero Ramírez ni tiene tiempo ni puede responderle. La, para él, hecatombe de mostrar sus partes pudibundas a sus hijas y la imperiosa necesidad de orinar que su ahora desmadrado cere-bro le está mandando al miembro vil le corta cualquier intento de respuesta sensata y le hace dirigirse a toda velocidad al lavabo. Por un momento, esa actitud, levanta las sospechas de su mujer pero inmediatamente re-capacita y medita en segundos sobre la situación del escenario de tan extraordinaria actuación. Se dirige re-suelta a su pequeña y tras sacudirla le pregunta qué le ha pasado.
- Mamá, Lourdes se ha caído de la cama.
- Mamá, mamá…
La niña reanuda su lloriqueo y enseña a su madre el chichón.
Manuel Escudero Ramírez está evacuando su vejiga mediante un potente chorro dirigido exactamente al centro del inodoro mientras su ya despejado cerebro funciona a toda máquina buscando una respuesta que resuelva la situación creada ante sus hijas.
Fermín Chamorro Peláez acaba de sacar su vieja motocicleta Guzzi, con el cambio de marchas manual adosado al costado derecho del depósito, del fondo del destartalado local que tiene en el pasaje Echegaray, cerca de la confluencia con la calle Duarte y justo al lado del local donde tiene la sastrería un tal Amador, tío de lo más presumido y con pinta de sarasa. Fermín Chamorro Peláez se dispone a ir al puerto donde trabaja en el restaurante “El Delfín Verde” de la Avenida del Cañonero Dato y suele presentarse temprano. Es el encargado de la cocina y tiene que tener preparado todo lo que va a servir durante el día. Acostumbra a bajar por la calle Echegaray hasta la Real y luego hasta La Marina descendiendo por Teniente Arrabal.
Fermín Chamorro Peláez es viudo, viudo muy joven. Su mujer murió de un ataque de asma, hará ahora dos años y le dejó como recuerdo una profunda tristeza que se le quedó pegada al rostro. Un rostro cetrino, de nariz prolongada y recta, cejas espesas que dan sombra a unos ojos de un impreciso marrón cuyos extremos se inclinan hacia abajo lo mismo que las comisuras de su boca dibujada por unos delgadísimos labios. No tuvieron hijos. Su mujer había fallecido en una de esas camas del hospital de la Cruz Roja de la calle Real, cerca de la plaza de Azcárate. Había estado atendida en todo momento por el doctor Esparza, siempre rodeada de monjas enfermeras. No pudieron hacer nada, ni podían sin disponer de los medios necesarios para salvarla.
Fermín Chamorro Peláez acaba de cruzarse con Pepe “El Pescador” justo poco antes de que éste co-mience la subida de la calle de La Legión.
- ¡Adiós Pepe!
- ¡Adiós Ferminillo!
Saludo ritual entre dos hombres que se conocen de toda la vida y que la mayoría de los días coinciden en La Marina, casi siempre en las inmediaciones de las calles de La Legión y la del Sargento Mena. Fermín Chamorro Peláez recuerda los tiempos en que Pepe “El Pescador” llevaba su carga recién capturada a la Lonja del Puente de la Almina y apartaba las buenas piezas que reservaba al gerente de “El Delfín Verde”.
Fermín Chamorro Peláez recorre el resto de La Marina cabalgando su motocicleta con semblante feliz. Piensa en las tres horas de anoche que ha pasado en el burdel de “La Maraca”, allá en la calle de Castillo Hidalgo, por el barrio de Hadú. La nueva chica mora que le presentó la matrona es una joya. Piensa repetir esta misma noche, en cuanto acabe su labor en “El Delfín Verde”.

Carlos Santamaría Pérez es el gerente del restaurante “El Delfín Verde” desde hace exactamente tres años y está orgulloso de su trabajo. Acaba de abrir las puertas del establecimiento. Ha venido andando desde su casa del Paseo de las Palmeras, ha cruzado como todos los días el Puente del Cristo de los Afligidos y se ha santiguado al pasar frente a la hornacina. Se ha parado unos momentos en el mismo puente para ver cruzar por debajo dos barcazas que enfilan el foso rumbo a la bahía sur. Ha tratado de saludar a los marineros pero éstos andan tan atareados con sus cosas que no le prestan atención. Prosigue su camino bajando por el acceso al puerto.
Carlos Santamaría Pérez espera a su cocinero mientras levanta la reja metálica de la puerta principal. Se fía mucho del joven cocinero, un pobre chaval que perdió a su mujer hace dos años, y espera para ir juntos a comprar lo que necesita para el día. Carlos Santamaría Pérez procura que las comidas que sirve el restaurante sean del día. Sabe que ofreciendo un buen servicio tendrá más clientes.
Al poco rato ve llegar a su cocinero, montado en esa horrible motocicleta. Ha notado su llegada, antes que nada, por el ruido que hace el tubo de escape y el grito de saludo que le suelta Eduardo, el del quiosco al final de las vías del tren.
Un destartalado camión, con la cabina pintada de un rojo chillón, acaba de detenerse frente por frente a la puerta del restaurante y su conductor desciende lentamente después de asegurar el freno.

ESCRITOS DURANTE EL CAMINO (4)


Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.

Rafael es un niño como de unos 8 o 10 años, de etnia gitana de piel del color de la miel y unos ojos muy vivos y depredadores de un negro impenetrable lo que dificulta distinguir el iris. Siempre está sentado en el bordillo que rodea al quiosco de prensa de la plaza de Azcárate a una hora muy temprana en la que todos los niños de su edad siguen aferrados a las sábanas.
De Rafael, al que todos apodan “El gitanillo”, nadie sabe dónde vive ni a qué familia pertenece. Siempre se le encuentra merodeando por los alrededores de la plaza de Azcárate y por el muelle de España y nadie se ha preocupado por él, ni nadie sabe ni quiere saber si está inscrito en algún colegio y se pasa la vida haciendo “bolillos”.
Comer sí que come, Rafael “El gitanillo” come todos los días, a veces mejor que nadie, aunque no se le nota porque se mantiene tan flacucho como desde el primer día que fue avistado en la plaza. Le llaman “El gitanillo” y ello no le hace enfadar, como si supiera desde el principio que era de una etnia aparte. A Rafael “El gitanillo” le da el desayuno el señor Ramón, el del bar “El Nieto”, que siempre le ofrece un gran vaso de leche y un trozo de molleta del día anterior con un pedazo de morcilla, a veces, un trocito de queso o un pedazo de “volaó” que el chiquillo traga con fruición mostrando esa impagable felicidad plasmada en su cara. Otras veces es una señora, de la que ignora el nombre, que acostumbra a darle una magdalena que siempre dice hacerla ella. En escasas ocasiones la propietaria de la frutería del mercado de abastos, del segundo nivel de la plaza de Azcárate, le ofrece una fruta que siempre, no se sabe porqué, resulta ser la más apetecible del mercado.
Satisfecha su hambre mañanera, Rafael “El gitanillo” se encarga siempre, casi siempre, de cuidar las remesas de prensa y revistas que Rafa, el repartidor, deposita en el suelo, muy cerca de la puerta de entrada al quiosco. Rafael “El gitanillo” está muy agradecido al “señó” Cristóbal, como acostumbra a llamar al quiosquero, porque cada día que abre el quiosco le ofrece una peseta. Rafael “El gitanillo” se muestra orgulloso de esa peseta a la que considera su salario, solo cuida los paquetes y luego ayuda al “señó” Cristóbal a desatarlos. Rafael “El gitanillo” no sólo considera al “señó” Cristóbal como su jefe si no también como su banquero. Rafael “El gitanillo” lleva un montón de pesetas ahorradas y guardadas en un viejo y limpio calcetín negro que se encontró volando por la calle Real, cerca del estanco que hay por Maestranza, en un día de mucho viento. Es listo el chiquillo, las pesetas están liadas en un pañuelo de señorita primorosamente bordado, que no se sabe como lo consiguió, y luego introducido en el calcetín cuya boca amarra con un cordel de esos con que se atan los paquetes de periódicos y revistas. Pese a su corta edad, ya tiene experiencia sobre robos que le afectaron, sobre todo los robos de que era objeto por parte de un jovenzuelo moro de vez en cuando. Ahora está mas tranquilo con el banco guardando su capital.
Rafael “El gitanillo” sólo tiene miedo de una persona: el guardia urbano. A pesar de que el guardia nunca se ha dirigido expresamente a él, ni siquiera cuando pasea por la plaza o el muelle, le tiene un miedo atroz y siempre procura esconderse a las miradas escrutadoras del urbano. No se sabe a ciencia cierta el porqué de esta postura, de ese miedo. Lo que sí se sabe es que cuando Rafael “El gitanillo” cumple su labor, de carácter voluntario en el quiosco, suele largarse al muelle de España donde permanece hasta bien entrado el mediodía en que regresa a la plaza de Azcárate y espera pacientemente a que algunas señoras, que suelen ser siempre las mismas, le den algo de comer. Algunas veces, a petición de la propia señora, ayuda a transportar la cesta de la compra –siempre son pequeños paquetes- hasta el domicilio de la misma que, invariablemente, le invita a comer. Entonces prueba los delicados manjares salidos del horno o de la cazuela de la caritativa señora. Pero a veces se encuentra con malos momentos: cuando regresa de improviso el marido, el hijo o la hija de la señora. Suelen protestar ante semejante intromisión y suelen quejarse de que lo que ganan con el sudor de la frente se lo traga un gitano, cosa que nunca es cierta porque cuando cocina la buena señora y todos los de su familia se han hartado, siempre queda algo de sobra. ¿Porqué no dárselo antes?
Rafael “El gitanillo” no es cleptómano ni se atreve a tocar las cosas que encuentra en las casas donde entra. Este talante honrado tiene a veces el premio de que recibe un juguete –usado, eso sí- que le regala la propietaria de la vivienda y que Rafadel “El gitanillo” suele guardarlo en una especie de capazo de tela para luego ofrecérselo a las familias gitanas residentes en los alrededores del Pasaje Heras.