
Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real.
Rafael es un niño como de unos 8 o 10 años, de etnia gitana de piel del color de la miel y unos ojos muy vivos y depredadores de un negro impenetrable lo que dificulta distinguir el iris. Siempre está sentado en el bordillo que rodea al quiosco de prensa de la plaza de Azcárate a una hora muy temprana en la que todos los niños de su edad siguen aferrados a las sábanas.
De Rafael, al que todos apodan “El gitanillo”, nadie sabe dónde vive ni a qué familia pertenece. Siempre se le encuentra merodeando por los alrededores de la plaza de Azcárate y por el muelle de España y nadie se ha preocupado por él, ni nadie sabe ni quiere saber si está inscrito en algún colegio y se pasa la vida haciendo “bolillos”.
Comer sí que come, Rafael “El gitanillo” come todos los días, a veces mejor que nadie, aunque no se le nota porque se mantiene tan flacucho como desde el primer día que fue avistado en la plaza. Le llaman “El gitanillo” y ello no le hace enfadar, como si supiera desde el principio que era de una etnia aparte. A Rafael “El gitanillo” le da el desayuno el señor Ramón, el del bar “El Nieto”, que siempre le ofrece un gran vaso de leche y un trozo de molleta del día anterior con un pedazo de morcilla, a veces, un trocito de queso o un pedazo de “volaó” que el chiquillo traga con fruición mostrando esa impagable felicidad plasmada en su cara. Otras veces es una señora, de la que ignora el nombre, que acostumbra a darle una magdalena que siempre dice hacerla ella. En escasas ocasiones la propietaria de la frutería del mercado de abastos, del segundo nivel de la plaza de Azcárate, le ofrece una fruta que siempre, no se sabe porqué, resulta ser la más apetecible del mercado.
Satisfecha su hambre mañanera, Rafael “El gitanillo” se encarga siempre, casi siempre, de cuidar las remesas de prensa y revistas que Rafa, el repartidor, deposita en el suelo, muy cerca de la puerta de entrada al quiosco. Rafael “El gitanillo” está muy agradecido al “señó” Cristóbal, como acostumbra a llamar al quiosquero, porque cada día que abre el quiosco le ofrece una peseta. Rafael “El gitanillo” se muestra orgulloso de esa peseta a la que considera su salario, solo cuida los paquetes y luego ayuda al “señó” Cristóbal a desatarlos. Rafael “El gitanillo” no sólo considera al “señó” Cristóbal como su jefe si no también como su banquero. Rafael “El gitanillo” lleva un montón de pesetas ahorradas y guardadas en un viejo y limpio calcetín negro que se encontró volando por la calle Real, cerca del estanco que hay por Maestranza, en un día de mucho viento. Es listo el chiquillo, las pesetas están liadas en un pañuelo de señorita primorosamente bordado, que no se sabe como lo consiguió, y luego introducido en el calcetín cuya boca amarra con un cordel de esos con que se atan los paquetes de periódicos y revistas. Pese a su corta edad, ya tiene experiencia sobre robos que le afectaron, sobre todo los robos de que era objeto por parte de un jovenzuelo moro de vez en cuando. Ahora está mas tranquilo con el banco guardando su capital.
Rafael “El gitanillo” sólo tiene miedo de una persona: el guardia urbano. A pesar de que el guardia nunca se ha dirigido expresamente a él, ni siquiera cuando pasea por la plaza o el muelle, le tiene un miedo atroz y siempre procura esconderse a las miradas escrutadoras del urbano. No se sabe a ciencia cierta el porqué de esta postura, de ese miedo. Lo que sí se sabe es que cuando Rafael “El gitanillo” cumple su labor, de carácter voluntario en el quiosco, suele largarse al muelle de España donde permanece hasta bien entrado el mediodía en que regresa a la plaza de Azcárate y espera pacientemente a que algunas señoras, que suelen ser siempre las mismas, le den algo de comer. Algunas veces, a petición de la propia señora, ayuda a transportar la cesta de la compra –siempre son pequeños paquetes- hasta el domicilio de la misma que, invariablemente, le invita a comer. Entonces prueba los delicados manjares salidos del horno o de la cazuela de la caritativa señora. Pero a veces se encuentra con malos momentos: cuando regresa de improviso el marido, el hijo o la hija de la señora. Suelen protestar ante semejante intromisión y suelen quejarse de que lo que ganan con el sudor de la frente se lo traga un gitano, cosa que nunca es cierta porque cuando cocina la buena señora y todos los de su familia se han hartado, siempre queda algo de sobra. ¿Porqué no dárselo antes?
Rafael “El gitanillo” no es cleptómano ni se atreve a tocar las cosas que encuentra en las casas donde entra. Este talante honrado tiene a veces el premio de que recibe un juguete –usado, eso sí- que le regala la propietaria de la vivienda y que Rafadel “El gitanillo” suele guardarlo en una especie de capazo de tela para luego ofrecérselo a las familias gitanas residentes en los alrededores del Pasaje Heras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario