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Hermenegildo de la Hoz Barrera es militar de carrera, tiene unos 26 años y ya es capitán del ejército, ahora está destinado al cuartel de Regulares nº 3 de Hadú donde se encuentra muy a gusto.
Hermenegildo de la Hoz Barrera está casado con Pilar Contini Vázquez, mujer ceutí de fuerte carácter heredado de su padre -un italiano que montó un negocio en la ciudad y se casó con una algecireña- y tiene dos hijos pequeños: Pablo y Lucía. Hermenegildo de la Hoz Barrera tiene un físico forjado en los largos entrenamientos y las agonizantes maniobras militares. No es alto, más bien de estatura mediana y siempre está sudando dentro de su uniforme en el que destaca una medalla prendida sobre el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta. A su mujer siempre le pide que calce zapatos planos, porque le sobresale unos centímetros cuando se pone los zapatos de tacón de aguja y no le agrada. Es muy conocido en la ciudad, tiene dos hermanas bastante populares una de las cuales regenta el estanco de la calle Real, cerca de la Maestranza.
Hermenegildo de la Hoz Barrera acostumbra a levantarse de la cama a las 6:00 de la mañana y recorre el huerto de la finca que tiene en usufructo y que pertenece al Ejército. La finca se encuentra más cerca del principio de la carretera del Serrallo casi en su confluencia con la actual calle Capitán Claudio Vázquez, poco más allá de la bifurcación que lleva a la barriada del Príncipe Ildefonso y dispone de un gran huerto con árboles frutales que cuida con esmero dos marroquíes vecinos de la finca. El capitán tiene un asistente, Bartolomé Jiménez Peña, que le sirve en todo momento y cumple a rajatabla todas las órdenes que reci-be.
Bartolomé Jiménez Peña, Bartolo a secas, es un chaval de 22 años que cumple el servicio militar en la población. El sorteo de reclutamiento que se hizo en su pueblo natal, Villanueva del Arzobispo, le había dado un enorme disgusto. Su cerebro no asimila un servicio militar junto a los moros y fuera de la península. En el pueblo le han contado casos horribles de las guerras de África y de lo que son capaces los moros. El susto no se le despegó al pobre Bartolo hasta que comprobó con sus propios ojos que las cosas y la situación no son para tanto. Menos mal que su tío, el alcalde de Villanueva del Arzobispo, había hablado con el jefe del cuartel al que estaba destinado Bartolo Jiménez Peña y como resultado había sido derivado como asistente de un capitán.
Pilar Contini Vázquez se ha despertado, como todos los días, a causa del movimiento de la cama y del ruido del somier metálico que soporta un colchón de virutas de algodón mil veces sacudido. Su marido acaba de levantarse de la única manera en que suele hacerlo: saltando de la cama. A pesar de los cinco años que llevan casados, aún no se ha acostumbrado a ese movimiento que si al principio le resultaba divertido ahora la exaspera bastante. Suele volver a dormirse inmediatamente después de que su marido sale del dormitorio. Aún no se ha acostumbrado a ese enorme caserón que a veces la trae por la calle de la Amargura cuando afuera sopla un poco de viento y arrastra un persistente polvillo de tierra y algunas hojas de los numerosos árboles que rodean la vivienda. El polvillo y pequeñas hojas o partes de otras hojas suelen colarse por las rendijas inferiores de las puertas hasta muy adentro de la casa. Las corrientes de aire circulan con demasiada frecuencia por toda la casa utilizando como coladeros las indicadas rendijas, los huecos de aireación y las chimeneas que utiliza, el aire, como salida de escape.
El caserón se encuentra ubicado en medio de un extenso campo distribuido en tres niveles perpendiculares a la carretera del Serrallo y totalmente rodeado por plantas de cañas, chumberas, árboles -chopos, higueras, alcornoques, olmos, perales, etc.- y, en mayor medida, arbustos. El primer nivel está ocupado por unas chozas de sendas familias moras y bastante descuidado salvo por algunos setos de plantas ornamentales y algunos arbolillos frutales tan humildes y tan poco frondosos que dan pena verlos. El segundo nivel, donde se asienta la casa, está a un metro sobre el primero. Desde el borde de éste nivel hasta la fachada hay un jardín muy bien diseñado y cuidadosamente plantado que ya estaba desde mucho antes de que pasaran a residir los actuales inquilinos. Encalados cantos redondos circunvalan algunos parterres, casi simétricos, expuestos a ambos lados; una pequeña fuentecilla adorna el parterre central sin mostrar lo que le da nombre: el chorrito de agua con el que toda fuente muestra su orgullo. En éstos parterres están plantadas rosas y jazmines sin capullos ni flores, no es época de florecimiento. Cierra el jardín, por los tres lados exteriores, una rústica valla de medio metro de altura formada por troncos de árboles. En el centro de ese terreno del segundo nivel está la casa, enorme caserón de construcción simple y tejado a dos aguas, con la puerta principal de acceso dando al jardín, varias ventanas la agujerean por los cuatro costados y por la parte trasera dispone de dos puertas más. Una de ellas da a la cocina y corresponde a la entrada trasera del conjunto; la otra puerta da al sector llamado cuarto húmedo, donde se encuentra la lavandería y la caldera. El tercer nivel corresponde al huerto propiamente dicho, está a una altura superior al metro y medio y se accede a él a través de dos pasos abiertos en los terraplenes laterales. Este desnivel da al patio posterior de la casa, patio que no es más que un estrecho pasaje pavimentado con hormigón y que suele estar inundado los días de fuerte lluvia dejando un depósito temporal de barro y sedimentos vegetales que acostumbran a retirar los moros residentes por los contornos a cambio de unas pesetillas.
Pilar Contini Vázquez piensa, mientras su marido va vistiéndose, en los problemas domésticos que va a tener que solventar a lo largo del día, especialmente ahora porque al día siguiente vendrá la hermana de su marido, su cuñada Juana, acompañada por su marido Ángel, también militar, a pasar unos días con ellos. Pilar Contini Vázquez piensa en que ten-drá que enumerar a vieja Maruja, la cocinera y ama de llaves, la lista de compras que habrá que hacer; la disposición de las habitaciones para el alojamiento de los visitantes –que no invitados- y ordenar a las dos chicas árabes, Leila y Fátima, que limpien con esmero toda la casona, aparte de recoger la ropa recién lavada y tendida la tarde anterior en el huerto. Mientras medita sobre los platos que ha de preparar, su cerebro se va adormeciendo de nuevo. Un beso en los labios la vuelve a despertar.
- Buenos días, amor, descansa un poco más, ¡hasta luego!
- Mmmm,.. ¿Qué?, ¡ah!, buenos días y cuídate…
Pilar Contini Vázquez vuelve a dormirse inmediatamente.
Juana de la Hoz Barrera acaba de levantarse de la cama y corre al cuarto de baño para aliviar su vejiga a punto de reventar. Lleva unos días con ese problema que no se atreve a decirlo a su marido, Ángel del Moral Corrientes, el último parto -tienen cinco hijos- le resultó difícil y siente un fuerte y extraño dolor en su vientre. Aunque es una mujer fuerte físicamente no lo es moralmente y no es franca consigo misma y ni siquiera va al médico para que la consulte. Había estado muy apegada a su madre, María de los Ángeles, y había pasado la mayor parte de su juventud en el estanco que regentaban en la calle Real, cerca de la Maestranza de Ingenieros, hasta que conoció a un guapo teniente de Artillería que solía comprar cajetillas de “Chesterfield” con asidua frecuencia y acabó casándose y cuando destinaron al marido a Madrid pasó un largo período de angustia hasta que la melancolía de la nostalgia remitió un poco. Un año después murió la madre sumiéndola en una profunda depresión de la que aún no se recupera a pesar de que el matrimonio marcha bien y los hijos acarrean trabajo como para olvidarse.
Juana de la Hoz Barrera suspira aliviada al descargar la orina y se mira en el espejo. La mujer que tiene enfrente es una perfecta desconocida. Unas oscuras curvas marcan las ojeras bajo unos ojos preciosos, de color del jade un poco velados por los últimos rescoldos del sueño pasado, que recorren lentamente la espléndida cabellera oscura, como una noche sin luna, ahora desgreñada. Detecta unas aisladas canas entre la maraña de negro pelo y un asomo de sonrisa le curva la comisura derecha de la boca. Se asea meticulosamente, como hace todos los días, y colocándose la ajada bata de estar por casa se dirige al balcón de la sala de estar.
Juana de la Hoz Barrera abre totalmente hacía fuera las puertas del balcón que da a la calle Claudio Coello y mira al cielo aún oscuro pero sin nubes. Reza mentalmente un padrenuestro y retorna al interior del piso, dirigiéndose a la cocina para preparar el desayuno de su extensa familia. Hoy hará un desayuno especial, el matrimonio se va de viaje a la ciudad natal de ella donde piensan pasar unos días en casa de su hermano Hermenegildo. Está más que harta de Madrid. La capital se trae muchos quebraderos de cabeza, más que nada por su dimensión, y la irrita frecuentemente. Los mercados están muy lejos, las tiendas de comestible no siempre tienen todo lo que necesita y además están bastante alejadas de su domicilio, los colegios de sus dos hijas pequeñas están tan lejos que tiene suerte de que sea su marido el que las lleve en el coche, un viejo Simca, de paso al cuartel general del ejército donde está destinado ahora. Sus tres hijos mayores son mas emancipados: el mayor trabaja en el Banco de España –influencia del padre- y los dos menores van a la Universidad. Lo único bueno que tiene Madrid es el agua y por ello el mejor pan que ha comido en su vida. Frecuentemente siente nostalgia de su ciudad natal, de su playa de San Amaro a la que acudía diariamente, de las fiestas del Casino Militar allá por la calle Camoens y en el cerca-no cine Apolo, casi al lado del Casino, en las butacas de la platea pasaba buenos ratos con sus amigas Pili Y Merche divirtiéndose con los gritos y pataleos de la gente asentada en el gallinero.
Manuel Aparicio Correa anda Revellín abajo con destino a su trabajo. Es un hombre enjuto, flaquísimo y alto con una apariencia de alguien salido de una de esas películas de terror, siempre en blanco y negro, que proyectan en el cine Apolo. Acaba de cruzarse con Eduardo Gómez Cebollero, el guardia urbano, que se dirige con paso rápido a la plaza de África, como siempre y del que sabe que suele tomarse un café en “El Campanero” antes de empezar su ronda. Precisamente es en “El Campanero” donde Manuel Aparicio Correa trabaja, tiene suerte de que su jefe, el señor Gerardo, le haya designado el turno de la mañana. Antes, al empezar su relación laboral con el señor Gerardo, trabajaba en el turno de tarde y acababa muy tarde por culpa de esos corrillos de gente que se sientan en las negras sillas de las viejas mesas de mármol con patas de hierro forjado y pintadas de negro, piden un café y se pasan horas y horas hablando. En días de fiestas locales tenía que acabar, bien entrada la madrugada, después de limpiar las mesas y el suelo de toda clase de porquerías, untadas en su mayoría con restos de chocolate, y trozos de churros tirados o caídos accidentalmente. El poco civismo de la mayoría de esos ceutíes –Manuel Aparicio Correa es gaditano- le saca de quicio, con un poco de cuidado podían dejar sus porquerías encima de la mesa, así no tenía que pasarse la madrugada barriendo desde la acera hasta el fondo del local. Menos mal que el compañero del piso superior lo pasaba peor: encerrado en un espacio totalmente contaminado por un cóctel de humos, olores y sonidos tenía peor situación que la suya. Entre servir bebidas –subiendo y bajando las escaleras- aguantar los pestilentes cigarrillos de los clientes, oir el retumbar de las bolas del billar al chocar entre ellas en sus carambolas, los golpes provinentes de los futbolines de madera y hierro, algún que otro grito con comenta-rios soeces…, habría acabado con la paciencia y la “psíque” del gaditano.
Manuel Aparicio Correa acaba de llegar a la puerta de “El Campanero” y se dirige al cuar-tucho donde acostumbran a dejar, los empleados del bar, su indumentaria “callejera” para embutirse el uniforme correspondiente -que normalmente era la misma indumentaria “callejera”- consistente en pantalón negro y camisa blanca además de un delantal de un color gris con rayas negras finísimas. Anteriormente habían llevado unos mangos negros en los antebrazos que le daban aspecto de jugadores profesionales de póker, pero la antiestética imagen que daban esos uniformes de los camareros, hicieron meditar a los responsables sobre la conveniencia de un cambio que no fuera tan melodramáticamente llamativo. Manuel Aparicio Correa sale de nuevo a la calle con la intención de limpiar las mesas colocadas en la acera del polvillo mañanero, mira hacia la plaza del Puente Almina que comienza a mostrar su habitual estampa con el movimiento de gente hacía y desde el viejo mercado de abastos, cuyo exclusivo olor le inunda las narices. Divisa, a través de los arbustos de los jardines de San Sebastián, el movimiento que un negro petrolero está haciendo para atracar en el muelle de Poniente, muy cerca del farillo de la semicircular punta que configura la bocana del puerto, cuya luz verde centellea intermitentemente. Manuel Aparicio Correa se aventa inmediatamente, con las manos ayudado por el trapo de limpiar las mesas, el negro y pestilente humo que un renqueante autobús va escupiendo por su retorcido tubo de escape después de quemar el gasoil en su traqueteante motor. Es el primer autobús de la mañana que sube hacia la plaza Azcárate, lo conduce el Pedro Matoso. Mientras ve alejarse al vehículo nota que Perico “El Gafotas” se sienta en la silla de una de las mesas y comienza a recontar los cupones de la lotería de la Cruz Roja que pondrá a la venta, poco después de tomarse su café con leche habitual, a la entrada del mercado de abastos.